miércoles, 23 de diciembre de 2015

Primerizo


No recuerdo el número de intentos. Le di vueltas y vueltas. Casi terminé  desquiciado. Por diferentes motivos, todo maquinaba con el deseo de terminar aquella aflicción. En realidad, siempre volvía a aplazarlo para otra fecha.
Un día decidí cumplir lo planeado. No permití que el desánimo me venciera. Estaba sentenciado a hacerlo porque entre los muchachos de mi edad era algo corriente.
Durante aquel breve intervalo recordé: «no conozco a nadie que sucumbiera haciéndolo», pero en algún medio impreso leí: «Muerto en su primer intento». Tonterías, puras leyendas urbanas para acobardarme.
Ya cansado de meditar, me levanté con pasos firmes y fui al lavamanos. Apoyándome sobre el tazón dejé correr el agua hasta que saliera un poco caliente. El espejo empezó a empañarse, pero antes de perder el reflejo de mi imagen y quedar desfigurado, lo limpié con una toalla para solo empeorar las cosas.
Empecé a acariciar mi cara, la acción connotaba estima propia. No dejaba de observarme, mientras pasaba una y otra vez mis manos sobre mi semblante. De repente miré hacia un costado y vi un artefacto afilado. Este estuvo guardado un mes o quizás meses a la espera de aquel instante.
La hora había llegado. Inicié una pequeña ceremonia. Pinté un perfil de mi rostro con una poción fría al contacto y fuerte hedor a sándalo. El diseño no era una obra de arte y llevó su tiempo. No quité los ojos a cada detalle, como exigía el acto. Luego con decisión tomé el objeto cortante, lo contemplé por un momento, sin titubear lo puse contra mi cuello y con mucho cuidado lo deslicé suavemente.
–¡¡¡Por fin logré afeitarme!!! –grité y, como todo primerizo, me corté el labio superior.

No hay comentarios:

Publicar un comentario