domingo, 1 de mayo de 2016

El verano de Ignacio

–¡¡¡Ignacio!!! ¡Vaya a recoge el agua, carajo! –gritó la abuela.
Ignacio, trepado a una silla y frente a una ventana, giró hacia a la abuela con su «soldadito» firme presentando armas. Ella no sabía si regañarlo por la tarea incumplida o por la carpa que se armó solita por primera vez en él.
El muchacho reaccionó tarde y con las dos manos intentó recoger la carpa del campamento. Cayó de la silla sin sufrir daño alguno y agradeció al accidente la vuelta a la normalidad de su recién descubierto torbellino hormonal.
–¡Voy, voy, abuelita, voy, voy…!
Una sequía –extendida más allá de su tiempo– destruyó las paredes resecas de la casita de bahareque, lo que develó sus entrañas de cañas entretejidas y rellenas de paja. Por la falta de agua no podían hacer la mezcla de tierra y cagajón para suturar los huecos. En el diseño de su humilde interior tenía una espaciosa cocina de leña, un cuarto con dos camas, una sala pequeña y un baño. El techo era alto y de paja. En el patio trasero había un pozo de agua seco,  un corral y árboles de cují.
–Mijo, tiene que busca agua pa echanos un baño hoy, porque sapo sin agua no canta…
Temprano por la mañana, el nieto salió con un tobo sobre su «inteligencia». Realizó como cinco viajes hasta el pozo de agua subterráneo más cercano. Terminó casi al mediodía con un sol que derretía hasta su sombra. Él se bañó primero y casi gasta la porción de la abuela.
La noche llegó en cámara rápida y la Luna llena transformó cada espacio del rancho en un recital de luces y sombras. En la entrada de la casa, la abuela descansó en una mecedora de mimbre. Esta tenía puntos deshilachados sobre su posadera que desgarraron más de un viejo vestido.
Con mucho cuidado, Ignacio arrimó la silla cerca de la ventana. Un baño de plenilunio, sobre su rostro de inocencia inmaculada, fue lo único que encontró. Una brisa empolvada y nada refrescante desenfocaba su visión.  Por un buen rato contempló la soledad del patio vecino. Levitó al bajar de la silla para no despertar a la abuela. Ella amaneció en la mecedora.
La abuela Adila ya tenía el desayuno preparado: huevos revueltos, pan horneado y un vaso con leche de cabra. Ella tomó solo un vaso.
Ignacio despertó, fue directo a la ventana y la magia volvió a producirse en el patio trasero de sus vecinos que colindaba con el suyo.
–¿Hasta cuándo lo llamo pa que se venga a desayuná muchacho del carrizo? ¡Por los cuernos de la cabra que se está muriendo! –lo dijo con voz piadosa de confesión.
Él corrió hasta la cocina. Al llegar, la abuela manoteó su frente y lo jaló por un brazo para sentarlo a comer. Ignacio abrió el pan –todavía caliente– con las manos, lo relleno con el revoltillo y en cuatro bocados lo devoró. Para pasar la bola de comida –y no atarugarse– bebió la leche de un solo trago.  Voló hasta la ventana y aquella mañana oscureció frente a sus ojos. La soledad y la nada fue todo ante su contemplar.
–Por favor Ignacio, no vayas a tardá buscando el agua, la necesito pa lavá la ropa.
Esa mañana, durante el recorrido de regreso, reposó a la orilla del camino como a la espera de alguien. El agua del tobo terminó por evaporarse. Cuando llegó a su morada, la abuela empezó a golpearlo con el palo de la escoba con que barría la acera.
Ignacio corrió y corrió, pero el maná de tristeza que fluía de sus ojos detuvo su fuga. Una luz curvada en el horizonte dibujó la ilusión de una desfigurada mujer con seductoras líneas onduladas.  Mientras recuperaba el aliento y aclaraba su dolor, la bella ilusión empezó acercarse hasta su posición. Por un instante pensó ocultarse, pero corrió de regreso a casa.
–Muchacho el carrizo, ¿por qué ta tan pálido? ¿Tropezó con algún muerto?
–No abuela. Usted me va perdoná pero hoy no va habé agua.
–Mira coñito, usted le habla a su abuela así cuando llueva de pa arriba.
–Abuela no me vaya a pegá, porque me voy y no vuelvo más nunca.
Adila rompió la escoba en su cabeza.
Ignacio despertó al mediodía. La abuela había hecho su faena –buscar agua para los animales del corral– y además le preparó su almuerzo preferido: pisillo de chigüire, arroz, tajadas fritas de plátano maduro y queso.
–Abuelita espero me… –dijo sobándose el chichón.
–Mijo no se disculpe que empeora las cosas. Coma tranquilo –comentó mientras raspaba las ollas para comer algo ese día.
Era una tarde fresca e Ignacio retozó en la hamaca colgada en el patio hasta caer la noche.
Alguien tocó a la puerta –mientras la abuela estaba en sus quehaceres–  y preguntó por su nieto.
–¡¡¡Ignacio, despierta!!! ¡Alguien te busca muchacho el carrizo! –gritó desde la entrada de la casa, pero sin recibir respuesta.
–Disculpé usted, pero pa qué quiere hablar con mi nieto. ¿La molestó? ¿Le hizo algo…?
–¡No señora, para nada!
Adila fue a buscarlo y desde lejos le gritaba:
–¡Despierta muchacho, no seas tan grosero y atiende la visita!
–¡Abuela déjeme en paz! No quiero despertá –respondió con una sonrisa en la cara.
–¿Le digo entonces a la visita que se vaya?
–Abuela, ¿por qué grita si el ganao no es robao?
Ella quiso darle un jalón de oreja pero se encontró de nuevo con el bultico entrepiernas. La visita la siguió y le dijo:
–No lo despierte.
Ignacio se levantó de un solo salto al oír la dulce voz.
–¿Qué edad tienes? –dijo la visita casi riéndose.
–Once –dijo sonrosado el nieto.
–¡Pero si todavía eres un niño!

Esa noche llegó el invierno al pueblo.