–¡¡¡Ignacio!!!
¡Vaya a recoge el agua, carajo! –gritó la abuela.
Ignacio, trepado a una
silla y frente a una ventana,
giró
hacia a la abuela con su «soldadito» firme presentando armas. Ella no sabía si regañarlo por la tarea incumplida o
por la carpa que se armó solita por primera vez en él.
El
muchacho reaccionó tarde y con las dos manos intentó recoger la carpa del
campamento. Cayó de la silla sin sufrir daño alguno y agradeció al accidente la
vuelta a la normalidad de su recién descubierto torbellino hormonal.
–¡Voy,
voy, abuelita, voy, voy…!
Una
sequía –extendida más allá de su tiempo– destruyó las paredes resecas de la
casita de bahareque, lo que develó sus entrañas de cañas entretejidas y rellenas de paja. Por la falta de agua no
podían hacer la mezcla de tierra y cagajón para suturar los huecos. En el
diseño de su humilde interior tenía una espaciosa cocina de leña, un cuarto con
dos camas, una sala pequeña y un baño. El techo era alto y de paja. En el patio
trasero había un pozo de agua seco, un
corral y árboles de cují.
–Mijo,
tiene que busca agua pa echanos un baño hoy, porque sapo sin agua no canta…
Temprano
por la mañana, el nieto salió con un tobo sobre su «inteligencia». Realizó como
cinco viajes hasta el pozo de agua subterráneo más cercano. Terminó casi al
mediodía con un sol que derretía hasta su sombra. Él se bañó primero y casi
gasta la porción de la abuela.
La
noche llegó en cámara rápida y la Luna llena transformó cada espacio del rancho
en un recital de luces y sombras. En la entrada de la casa, la abuela descansó
en una mecedora de mimbre. Esta tenía puntos deshilachados sobre su posadera
que desgarraron más de un viejo vestido.
Con
mucho cuidado, Ignacio arrimó la silla cerca de la ventana. Un baño de
plenilunio, sobre su rostro de inocencia inmaculada, fue lo único que encontró.
Una brisa empolvada y nada refrescante desenfocaba su visión. Por un buen rato contempló la soledad del
patio vecino. Levitó al bajar de la silla para no despertar a la abuela. Ella
amaneció en la mecedora.
La
abuela Adila ya tenía el desayuno preparado: huevos revueltos, pan horneado y
un vaso con leche de cabra. Ella tomó solo un vaso.
Ignacio
despertó, fue directo a la ventana y la magia volvió a producirse en el patio
trasero de sus vecinos que colindaba con el suyo.
–¿Hasta
cuándo lo llamo pa que se venga a desayuná muchacho del carrizo? ¡Por los
cuernos de la cabra que se está muriendo! –lo dijo con voz piadosa de
confesión.
Él
corrió hasta la cocina. Al llegar, la abuela manoteó su frente y lo jaló por un
brazo para sentarlo a comer. Ignacio abrió el pan –todavía caliente– con las
manos, lo relleno con el revoltillo y en cuatro bocados lo devoró. Para pasar
la bola de comida –y no atarugarse– bebió la leche de un solo trago. Voló hasta la ventana y aquella mañana
oscureció frente a sus ojos. La soledad y la nada fue todo ante su contemplar.
–Por
favor Ignacio, no vayas a tardá buscando el agua, la necesito pa lavá la ropa.
Esa
mañana, durante el recorrido de regreso, reposó a la orilla del camino como a
la espera de alguien. El agua del tobo terminó por evaporarse. Cuando llegó a
su morada, la abuela empezó a golpearlo con el palo de la escoba con que barría
la acera.
Ignacio
corrió y corrió, pero el maná de tristeza que fluía de
sus ojos detuvo su fuga. Una luz curvada en el horizonte dibujó
la ilusión de una desfigurada mujer con seductoras líneas onduladas. Mientras recuperaba el aliento y aclaraba su
dolor, la bella ilusión empezó acercarse hasta su posición. Por un instante
pensó ocultarse, pero corrió de regreso a casa.
–Muchacho
el carrizo, ¿por qué ta tan pálido? ¿Tropezó con algún muerto?
–No
abuela. Usted me va perdoná pero hoy no va habé agua.
–Mira
coñito, usted le habla a su abuela así cuando llueva de pa arriba.
–Abuela
no me vaya a pegá, porque
me voy y no vuelvo más nunca.
Adila
rompió la escoba en su cabeza.
Ignacio
despertó al mediodía. La abuela había hecho su faena –buscar agua para los
animales del corral– y además le preparó su almuerzo preferido: pisillo de
chigüire, arroz, tajadas fritas de plátano maduro y queso.
–Abuelita
espero me… –dijo sobándose el chichón.
–Mijo
no se disculpe que empeora las cosas. Coma tranquilo –comentó mientras raspaba
las ollas para comer algo ese día.
Era
una tarde fresca e Ignacio retozó en la hamaca colgada en
el patio hasta caer la noche.
Alguien
tocó a la puerta –mientras la abuela estaba en sus quehaceres– y preguntó por su nieto.
–¡¡¡Ignacio,
despierta!!! ¡Alguien te busca muchacho el carrizo! –gritó desde la entrada de
la casa, pero sin recibir respuesta.
–Disculpé
usted, pero pa qué quiere hablar con mi nieto. ¿La molestó? ¿Le hizo algo…?
–¡No
señora, para nada!
Adila
fue a buscarlo y desde lejos le gritaba:
–¡Despierta
muchacho, no seas tan grosero y atiende la visita!
–¡Abuela
déjeme en paz! No quiero despertá –respondió con una sonrisa en la cara.
–¿Le
digo entonces a la visita que se vaya?
–Abuela,
¿por qué grita si el ganao no es robao?
Ella
quiso darle un jalón de oreja pero se encontró de nuevo con el bultico
entrepiernas. La visita la siguió y le dijo:
–No
lo despierte.
Ignacio
se levantó de un solo salto al oír la dulce voz.
–¿Qué
edad tienes? –dijo la visita casi riéndose.
–Once –dijo sonrosado el nieto.
–¡Pero
si todavía eres un niño!
Esa
noche llegó el invierno al pueblo.