miércoles, 12 de septiembre de 2018

Esteban

Mediodía, hora de las sombras no prolongadas. Un día antes de carnavales, tres cortos timbres anunciaron la salida de un instituto educativo. Una enfermera llegó hasta un chico, llamado Esteban, que salió armando un jaleo con unos compañeros de clase.
—Hijo, recuerda que hoy tienes tu última clase de recuperación—. Después, ella habló con su hermana gemela, profesora del instituto, que estaba cerca de la entrada—: ¿Todavía quieres usar mi uniforme de enfermera para disfrazarte?
—¡Por supuesto que sí, hermana! —dijo la profesora  y se retiraron juntas.
Estacionada frente al instituto, Dayna, una elegante mujer de mediana edad, escuchaba la radio: «En el mes de mayo eliminan tres ceros a la moneda nacional». Apareció Esteban, abrió la puerta del copiloto y, sin entrar, dijo:
—¡Hola! Hoy no puedo ir—. Dayna, llena de odio e ira, se alejó del lugar. Él y sus amigos continuaron con el alboroto. De pronto, uno de ellos, famélico y desgarbado, alejó a Esteban del lugar.
El calor, de la estación seca, golpeaba con más vigor que nunca. Dayna regresó hasta el colegio. Al llegar, la profesora, disfrazada de enfermera, la abordó.
—Yo también voy a disfrazarme de enfermera. ¿Has visto a Esteban? —preguntó Dayna.
— ¡Nooo amiga! Ten cuidado con mi sobrino…, te va a meter en problemas —dijo la profesora y desapareció.
Después de una larga espera, Dayna aprovechó para disfrazarse de enfermera dentro del auto. Al rato, de la nada, emergió el estudiante famélico y desgarbado al lado de ella.
—¡Pégate p’allá vieja! Esto es un atraco.
Molesta, más por lo de vieja que por el robo, regresó a casa en el Metro.
Viendo televisión encontró a Esteban acostado en el sofá.
—Dime la verdad. ¿Dónde carajo estabas?
—Pero mami no te arreches...
—¡¡¡No me digas mami!!!
Ella, sentada sobre sus piernas, comenzó a besar su frente, su cuello y por último sus labios hasta morderlos suavemente.
Sonó el teléfono de Esteban. Era un mensaje. Ella le arrebató el celular y cuando empezó a leer: «¡Qué lo qué, lacra! Tengo la nave de tu sexy-profe…», él sacó un revolver.
—¿Cuánto vas a cobrar? —preguntó Dayna.
—…
—Eres un...
Dayna amagó con arrojarle un cenicero, pero se retractó por tener el arma tan cerca del rostro. Ella decidió tomar distancia y, a la velocidad de un ilusionista, con la mano izquierda apartó el cañón de su rostro, y con la otra cogió sus testículos. Así recuperó el revólver. Después de maldecirse e insultarse mutuamente por unos minutos, Dayna amenazó a Esteban para que llamara a su cómplice.
—Háblame rata, ¿qué hay?
—Aquí engorilao, porque la cuaima leyó tu mensaje y tuve que neutralizarla.
—¡Vergaaa!, ¿y… ahora?... Voy p’allá perro.
—Si va—. Colgó y acto seguido Dayna—: ¡PUM!
Aturdido, por el golpe, oyó cuando Dayna llamaba a su madre para que fuera a buscarlo. Cuando estaba por recuperarse, ella lo remató con otro golpe de la empuñadura del arma.
Al ocaso de la tarde, la temperatura refrescó un poco. Esteban despertó con jaqueca cuando oyó que tocaban a la puerta. Mareado, observó como Dayna sentaba sobre el retrete a una enfermera, que estaba atada de brazos y con una funda de almohada en la cabeza. Aquella posó el arma en la sien de esta, lo miró a él y se ocultó. Él recibió, en el umbral de la entrada, al ladrón.
—¡Que lo que mardito becerro! ¡¿Y tu sexy-profe?!
—En el baño.
—¡Mira mamaweva!, si me hechas paja la bicha va a cántate—. El ladrón entró, vio que era cierto y pasó a la cocina. Lavó sus manos. Buscó algo de comer. Por atiborrarse la boca con cereal empezó ahogarse. Esteban aprovechó para quitarle la pistola y, sin mediar palabras—: ¡BANG! ¡BANG!
Dayna, con medio cuerpo afuera del baño, dijo:
—Arroja el arma a mis pies maldito, sino mató a tu madre.
 Esteban obedeció. El ladrón murió por asfixia y no por las heridas de bala. Dayna retiró la funda y desató a la mujer. Era su tía la profesora.