sábado, 26 de marzo de 2016

Mis manos

El reloj de cuerda, sobre la mesa de noche caoba, repiqueteó a las seis de la mañana. Con  los ojos cerrados y la mano menos dominante, empecé a tocar el botón para detener el golpeteo de las campanillas. Después de varios intentos fallidos, abrí mis ojos y lo agarré con la diestra para estrellarlo contra la pared, pero recordé lo difícil que fue  conseguir uno tan barato en el mercado de los corotos donde he obtenido toda mi colección de antigüedades.
Corrí a darme una ducha cuando me percaté de que no estaba encendido el calentador. Aproveché para leer las noticias en los periódicos digitales y me topé con una entrevista a Alfonso Reyes con el título: “¿Las manos son menos importantes que el cerebro o el corazón? El entrevistado empezó su charla con unos textos de su cuento “La mano del comandante Aranda”: “La mano, metáfora viviente, multiplica y extiende el ámbito del hombre. Los demás sentidos se conforman con la pasividad; el sentido manual experimenta y añade, edifica un orden humano”.
La rutina de una mañana cualquiera fue la total intervención de mis manos. Si hasta ahora no lo había notaba, todo lo ocurrido desde detener el reloj hasta encender el calentador, evolucionó a merced del servicio de ellas y el resto de mi cuerpo y mis sentidos se conformaron con la inacción de dejar el trabajo al tacto.
Dejé de leer la entrevista y me dediqué a contemplarlas.
La piel que las cubre es muy diferente a la del resto de mi cuerpo y cuando voy a la playa nunca se broncean. Mis  huellas dactilares son únicas. Tengo varias lesiones, accidentes que al parecer son los más comunes en los trabajos manuales. Gesticulo mucho con las manos al hablar. Me es imposible mover un solo dedo a la vez.
Todo lo dicen y nada callan. Acaricio y toco lo que quiero explorar. Soy adicto al tacto. Puedo reconocer si son suaves o ásperas a través del otro. Con ellas levanto y sostengo. Nunca les doy descanso y nunca escribo nada sobre ellas. Recuerdo mi primera vez en la intimidad cuando con la dominante sobrevoló mi inocencia.
Si me ataran las manos quedaría mudo. Si vendara mis ojos podría guiarme con las manos pero sin ellas como sería repetir el evento de esta mañana:
“Sonó la alarma de mi reloj y lo pateé con mi pie derecho porque no logré tocar el botón…”
El agua ya estaba caliente. Durante la ducha observé cuánto y cuándo las utilizaba. Vistiéndome,  pensé no usarlas  pero el temor de vivir semejante experiencia me lo impidió hasta quedar paralizado por unos segundos. Camino al trabajo puse toda mi atención en lo que tocaba.

 Las manos desempeñan una gran variedad de funciones en nuestras vidas: palpar, empuñar, manipular, acariciar,  sentir, sujetar, etc. Son vitales pues definen quiénes somos y cómo nos vemos a nosotros mismos. El espacio físico en la que las batimos, su campo de movimiento, es superior a nuestro espacio trascendente. 

domingo, 13 de marzo de 2016

¡Mañana me retiro!

La tarde de un sábado tropecé con un amigo bailarín (cincuentón) en el Teatro Teresa Carreño. Concluyó confesándome no querer seguir bailando y retirarse no era una opción, pues no aprendió otra cosa sino bailar. La compañía Ballet Teresa Carreño, donde ha trabajado desde el año mil novecientos noventa y dos, no tiene un plan de jubilación temprana para su retiro digno. La «seguridad» económica no quiere perderla. Pregunté si podía visitarlo algún día en su trabajo para seguir hablando sobre el tema. Después de mi insistencia fatigosa accedió.
Nos reunimos un viernes a las nueve de la mañana. Llegó vestido con una ropa ajustada al cuerpo y me  invitó a tomar un café. No expresó una sola palabra hasta el primer sorbo.
–Si me preguntas por qué elegí bailar y no otra profesión, sería deshonesto inventar una historia a estas alturas de mi carrera.
–¿Qué bailarín latinoamericano admiras? –pregunté sin dudar.
–El argentino Julio Boca que se retiró a los  cuarenta  y cinco años –respondió seguro.
Para mantener el anonimato de mi amigo venezolano, lo bautizaré con  el nombre de Julio.
El día comenzó con un ritual de calentamiento dentro de un salón rodeado de espejos y  barras de madera. En éstas se apoyaban cuarenta y cinco bailarines repitiendo pasos dictados por una joven maestra y acompañados por un pianista ejecutando tempos bien marcados. El piso era de madera cubierta por un linóleo blanco curtido. 
Observé en Julio cierta dificultad para ejecutar los pasos y también seguir el tempo que marcaba la música. No terminó el calentamiento, que duró una hora y media.
–La clase de ballet es lo que más me gustaba hacer cuando era joven, ahora solo termino la barra –confesó en tono triste.
La clase está divida en ejercicios apoyados a una barra y un centro donde todos bailan frente a un espejo en grupos divididos de hombres y mujeres.
El país no cuenta con un sistema nacional de escuelas que formen bailarines integrales y profesionales en la danza académica o clásica. Las pocas activas no tienen un régimen estricto para la selección. Algunas aptitudes requeridas para empezar el difícil arte de danzar son: elasticidad, plasticidad, velocidad, resistencia, fuerza, ritmo, altura, peso adecuado, delgadez y líneas exclusivamente estilizadas y alargadas. Juntas forman la estética y belleza de un bailarín clásico.
La edad de un niño, para iniciar sus estudios, es a los ocho años –previa audición– y debe cursar nueve niveles (un nivel por año) para graduarse.
Cualquier limitación en la anatomía, fisiología y destreza motora en general pueden conducir al fracaso profesional.
–Recuerdo cuando me inicié a los dieciséis años sin decirle nada a mis padres porque existía el prejuicio: «Ser bailarín no es para hombres…» –dirigió su mirada al piso mientras seguía contando sus inicios en el ballet.
A la hora del almuerzo aproveché para compartir con algunos bailarines. Me comentaron lo difícil que era llegar a la edad de Julio y seguir bailando. Discutieron sobre quién de los varones tenía la resistencia y fuerza de él, llegando a la conclusión de que ninguno, aun cuando ha perdido algo de tonicidad y ligereza en la ejecución de los movimientos, lo cual revela su edad.
–Julio transmite seguridad a las bailarinas en las cargadas de alto riesgo, lástima que algún día tenga que retirarse. Los varones jóvenes ya no quieren practicar cargadas con nosotras –dijo una hermosa bailarina de veinte dos años.
Mi amigo almorzó solo. La proporción de los alimentos era mínima porque tenía una dieta especial para mantener su peso. Masticaba cada bocado lentamente. Tenía una hora para almorzar y volver a la sala para continuar los ensayos.
–Julio siempre fue un ejemplo para los varones de esta compañía –me comentó la maestra antes de comenzar el ensayo en el mismo salón donde fue el calentamiento aquella mañana.
Las opciones de trabajo que tiene un bailarín, al final de su carrera, son: dedicarse a formar las nuevas generaciones o crear coreografías para alguna compañía. Actualmente el país cuenta con una sola compañía profesional y es el Ballet Teresa Carreño.
Para ser maestro tiene que obtener el título de Licenciado en Docencia Clásica en UNEARTE (Universidad Nacional Experimental de las Artes). Julio piensa que el pensum de estudio no está completo. La oferta laboral es baja y mal remunerada.
Él vive alquilado en una habitación desde que llegó de la provincia y nunca ha pasado por su cabeza la compra de un apartamento porque su mensualidad es de veinte y cinco dólares y el costo de uno pequeño esta alrededor de los setenta mil dólares.
–Cuando me retire, pienso volver a mi ciudad natal – balbuceó.
–Una lesión en este momento de mi carrera sería fatal aunque podría ayudar para retirarme por incapacidad –comentó como si no quisiera que sucediera.
Durante la última hora noté que no dejaba de mirar un reloj ubicado en lo más alto de la entrada. Cada pausa, mientras la maestra dictaba algunas correcciones, Julio miraba el reloj por lo menos cada diez minutos. Era casi exacto y hasta dudé en la precisión de mi observación. Terminó el ensayo a las cinco de la tarde.
Julio se quedó tirado en el piso. Todos los bailarines salieron alegres y en estampida del salón. Al quedarnos solos,  me dijo:
–¡Mañana me retiro!

En Venezuela existe una gran dificultad para encontrar bailarines profesionales  bien formados en la danza clásica. En el caso particular de los hombres que empiezan tarde, sin tener el perfil físico, técnico y artístico, terminan por retirarse a una edad avanzada con una acumulación de experiencias agridulces ­–más agrias que dulces como diría Julio– durante toda su vida activa como artistas del ballet clásico. Ser bailarín es un estilo de vida muy sacrificado para una profesión tan corta y exigente.