sábado, 16 de julio de 2016

¡Cédula sargento!

—¿Dónde había dejado las putas llaves? —preguntó Apascacio.
—Dígame su cédula, sargento Apascacio —dijo un detective.  
—No sé dónde las dejó ese pajúo —respondió Yetsenia.

Hipólito llegó temprano al banco y notó que un solo hombre estaba de guardia.  Pasó debajo de una puerta detectora de metales y  activó la alarma. Substrajo y colocó todo objeto metálico de su cuerpo y bolsillos dentro de una caja de plástico gris: reloj de pulsera, correa, collares, anillos, yesquero y unas llaves.  Mientras realizaba esta acción observó que solo tres taquillas de ocho funcionaban y la cola de gente casi salía a la calle.  El monitor de los números marcaba cero, cero, cuatro. Dejó sus cosas en la caja y corrió a tomar un ticket. Le tocó el ciento sesenta y siete.
—¡Estoy de suerte! —comentó al vigilante con ironía—. Los dos últimos números coinciden con el año que nací.
            Se puso de nuevo su reloj de pulsera. Deslizó suave su correa entre las trabillas. Los collares y anillos resbalaron por su cabeza y dedos sin esfuerzo. Encendió el yesquero para probar si tenía bencina y antes de guardarlo una mujer, detrás de él esperando pasar, le dijo:
—¡Amigo, puede apurarse!
Segundo después, entró un hombre, apuntó a la dama con un revolver Colt Python calibre 357 y ordenó a los presentes arrojarse al piso. Hipólito, aún de pie, fue derrumbado por el vigilante, quien molesto le dijo:
—¿Tú eres güevón o quieres que te quiebren?
La mujer seguía de rehén. El ladrón lanzó un morral en la cara de Hipólito y le dijo:
—Todos los celulares y billetes en este bolso. Y es pa hoy, becerro.
El raptor y sus dos prisioneros salieron a la calle sin llamar la atención.
—¿Dónde carajos pararon el carro? —preguntó la mujer.
            El vehículo estaba estacionado a la vuelta de la esquina. Al llegar, Hipólito arrojó el morral sobre el capó y, temblando, empezó a buscar las llaves en sus bolsillos.
—¡Bang! ¡Bang!
            La guardia acordonó la vía cerca del lugar del homicidio. En el banco, el vigilante recogió una caja gris con unas llaves en su interior.
—¡Epa tipo, no muevas nada! —gritó un comisario.

En el departamento de policía, el detective continuaba su interrogatorio.

—¡Su cédula, sargento Yetsenia!  

Acto final

Una voz, a través de los altavoces de un intercom, anunció que faltaban quince minutos para comenzar la función.
—¿Qué te pasa, Sara?
—Tengo miedo.
—¡No me jodas! Todo te va a salir bien.
—Pero… ¿y si en el acto final me falla la resistencia?
Mientras Ruta intentaba animar a su amiga tomó un buen trozo de cabello desde la coronilla y lo dividió en tres secciones iguales. En Sara la hilera de bombillos incandescentes, enmarcados en el espejo, amplificaban la dulzura de su bello rostro. El reflejo expresaba: «No quiero vivir una eternidad bajo el hechizo del fracaso».
—¿Te puedes quedar quieta? —dijo y jaló las crines de Sara con rudeza.
—¡Ay! —Sara no dejaba de verse en el espejo.
Tocaron a la puerta. Ruta fue a abrir. Sara terminó de peinarse sola y empezó a vestirse con un tutú blanco. Le fue difícil cerrar los gafetes del corpiño porque se encontraban en la espalda.
—¡Ruta, necesito llamar a alguien de sastrería!
Una cadencia de murmullos lujuriosos, entre Ruta y otra persona en el umbral de la puerta, disminuyó poco a poco hasta desvanecerse. Entró una mujer de servicio sin anunciarse justo cuando Sara empezaba a ponerse nerviosa por no recibir respuesta de su amiga.
—Soy Aleuzenev, pa servirle.
—…
—Así me bautizó mi madre, Venezuela al revés…
—Ruta, ¿a dónde fue?
—La señorita piró pa el excenario.
Bajo la mirada entrometida y grosera de la chica de mantenimiento, ella colgó un tutú negro en el closet. Luego acomodó su maquillaje sobre la peinadora.
Mija, ¿si quieres me dejas limpiá? —dijo Aleuzenev.
Espantada por la actitud grosera de la mujer, Sara salió y en la entrada del camarín chocó con Ruta que regresaba apresurada desde el fondo del pasillo. En el choque se le cayeron unas llaves a Ruta, Sara las recogió, pero ella se las arrebató con brusquedad y le preguntó:
—¿A dónde vas, Sara?
            Sara, sorprendida por el acto de violencia de su amiga, demoró en responderle.
—Corro a sastrería.
—¡Ok! Te espero en el camerino —Ruta tiró la puerta y el golpe retumbó en la cara de Sara.
Al llegar donde las costureras, Sara recibió una ovación en reconocimiento a sus años en la institución, pero sobre todo por ser una gran artista y buena persona. Ella expresó su gratitud con su cuerpo desarticulado en un «gran saludo» de bailarina: torso hacia delante, piernas cruzadas y rodillas levemente flexionadas.
—El corpiño tenemos que ajustarlo —dijo y apagó los aplausos en seco.
En un parpadeo de ojos se acercaron dos mujeres y la ayudaron a desvestirse. Situaron el vestido en una mesa, lo descosieron, se lo probaron y tomaron algunas medidas. Pocos zigzags fueron necesarios para ajustar el vestuario. Surgió de nuevo la voz en los altoparlantes:
—Este es nuestro segundo llamado cuando faltan diez minutos para comenzar.
Sara corrió a su camerino y lo halló cerrado. Buscó, por todo el teatro al vigilante que tenía las llaves. Al llegar al escenario vio que Ruta ensayaba los movimientos del acto final que ella interpretaría esa noche. Se impresionó por su ágil aletear de brazos y hermoso cuello encorvado. Parecía que flotaba en aquel vasto océano de la plataforma color gris.  
—Este es nuestro tercer llamado cuando faltan cinco minutos para comenzar.
Sara amagó con darles unas correcciones, pero interrumpir el ensayo del sublime cisne le pareció un crimen. De vuelta tropezó con el vigilante y le dijo:
—Necesito abrir mi camerino.
Él regresó a su puesto y no encontró las llaves en su sitio habitual. Llamó por el radio transmisor a otro compañero.
—Jorge, Jorge, ¿tienes las llaves del principal? —hizo varios intentos.
—Aleuzenev, …
—¿Quién?
—Aleuzenev me pidió dáselas a su pana Ruta —confirmó su respuesta—. Estoy en un baño en el sótano y… —Se interrumpió la señal.
—Por favor, todos los bailarines dirigirse al escenario. La función está por comenzar.
La voz en staccato fue de mayor intensidad.
Sara, aún frente a la puerta cerrada, arrancó en un llanto silencioso. Ruta apareció y mientras se acercaba le dijo:
—¿Por qué no estás lista?
—Hoy no es mi día —dijo al fin Sara desconsolada—. Prepárate para bailar.
—¿Cómo es la vaina?  Yo no estoy preparada…
Hace rato te vi ensayando y tu ejecución fue...
Sara se desplomó al piso.
—¿Hablamos con el director para que atrase la función? —preguntó Ruta fingiendo preocupación.
—¡¡¡Coño!!! Ve a cambiarte.
Sara se quitó de su cabeza una corona de hermosas plumas blancas y se las entregó a Ruta.
El personal técnico ignoraba el paradero del cisne principal. Durante la ejecución de los primeros acordes de la obertura del ballet, Ruta apareció ataviada con la corona de la princesa cisne y se colocó, en la posición de inicio, a esperar su entrada. Apareció el vigilante por detrás de ella y le preguntó:
—Disculpe, señorita Ruta, ¿usted tiene las llaves del camerino principal?
—Las tiene Aleuzenev —dijo con su voz entrecortada.
Media hora después, el vigilante entró a un baño y ubicó a su amigo a través del sonido de su voz en una radio: «Jorge, Jorge, responde». Estaba con la mujer de servicio.
—¡Aleuzenev, las llaves! dijo el vigilante.
El vigilante fue hasta el camerino de Sara, lo abrió y se retiró lánguidamente. Ella demoró en entrar.
El evento concluyó a las dos horas. Detrás del telón cerrado, Ruta afloró triunfal a saludar entre aplausos y un público de pie.

Sara esperó decepcionada dentro de su camerino, con gran paciencia, el acto final.