miércoles, 23 de diciembre de 2015

¡Adios, regreso pronto!

El niño Joel despertó ansioso y más temprano de lo habitual. Su ropa, arreglada impecable, estaba  sobre el sofá de la sala. La ducha fue apresurada. El desayuno, más suculento que nunca.
Salió de casa con su madre. Al dar el primer paso hacia el exterior experimentó angustia. Notó como los carros aparcaban en las aceras y los peatones transitaban por la calle. Él intentaba caminar lento, aunque todo a su alrededor marchaba a una velocidad tan vertiginosa que tratar de acoplarse a aquel ritmo lo cansaba.
Durante el trayecto una interrogante lo atormentaba: “¿A dónde voy?” Esto hizo la caminata pesada. Detenerse a descansar era imprescindible, pero la progenitora lo obligaba a continuar el camino. El ambiente cambió de color a blanco y negro. Comenzó a marearse.
Llegó a un lugar lleno de mesas, sillas e imberbes. Alguien mayor ordenó a Joel sentarse. Él no entendió la orden. Hipnotizado por la voz caminó hasta el único puesto vacío. El tiempo paró. Perdió el sentido del oído. Una neblina cegó su visión.
―¡Adiós, regreso pronto! ―pronunció su representante mientras abandonaba el salón. Él apenas leyó los labios. Con la mirada intentó seguirla a través de un ventanal. Cuando pensó correr detrás de ella, la señora, que antes le había ordenado acomodarse, le preguntó:
―¿Cuál es tu nombre y cuántos años tienes? 
―¿A dónde fue mi...? ―preguntó Joel sollozando.
La cara de la señora arrancó a desfigurarse. El resto de los presentes empezaron a reírse de él, quien de pie y paralizado, dijo:
―¿Puedo ir al baño? ―Pero fue muy tarde pues su entrepierna ya estaba empapada.
Tenso en su sitio empezó a preguntarse si el “Adiós, regreso pronto” sería unos minutos o varias horas. O ese “regreso pronto” quizá significaba mañana o la próxima semana. O consistiría en una despedida para jamás volverse a ver.
La espera demoró más allá del mediodía. Cerca de él todos tenían rostros hostiles. Lo que hablaban o murmuraban semejaba lengua extranjera.
Joel con los brazos cruzados sobre la mesa apoyó su cabeza y probó dormir un rato, pero no lo consiguió por el alto volumen de las voces circundantes. Cuando empezaba a conciliar el sueño alguien tocó su hombro y le murmuró al oído:
―¡Ya puedes irte a casa!
Con sus ojos entre abiertos logró reconocer, cerca del ventanal, a quien lo había traído.  Corriendo salió del lugar en el cual nunca quiso estar para no volver.
         ―¿Cómo te fue? ―preguntó la madre. Él sin responder, y antes de celebrar el retorno al hogar, está le dijo: ―¡Mañana regresas de nuevo al colegio!

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