miércoles, 23 de diciembre de 2015

Apocalipsis 333

Dos mujeres, hartas de esperar un taxi, comenzaron a andar. A mitad de carretera pararon en un teléfono público. Una de ellas discó dígitos que sugerían no recordar ni el número ni a quién llamaba. La otra mujer buscaba algo en su bolso. Sin más ni más, aquella de la cabina salió y ambas siguieron su camino.
Transcurría la hora mágica. Lo único abierto, en kilómetros a la redonda, era el famoso lugar del pueblo llamado APOCALIPSIS 333: bar de noche y restaurante de día. En el desayuno servían un jugo de remolacha, naranja y zanahoria para aliviar el ratón de los trasnochados que pernoctaban en la cantina.
Unas latas encendidas con gasoil iluminaban todo el trayecto hasta la taberna. Éstas a través del follaje, y por un hermoso acto de la casualidad, proyectaban sombras en perfecta sincronía como una coreografía de ballet.
Ellas, guiadas por los tarros de luz, llegaron a la entrada del bar. Un «recogelatas» estaba tirado en el piso. Este pidió una limosna, pero ninguna sintió compasión y por poco lo patearon para entrar al local. Él fue en dirección de las latas encendidas y empezó a recogerlas dejando el sendero sumido en una tenebrosa oscuridad. A medida que andaba parecía penetrar en un túnel de luz.
En el interior quedaba solo el barman. Ellas caminaron con cautela hasta él. 
—Disculpen señoras, el local está cerrado.
—Tranquilo, no queremos beber. Buscamos a alguien que nos lleve de regreso a casa —dijo la mujer más joven.
—Pero... no las llevaría de gratis.
—No contamos con mucho dinero —dijo la mayor.
El hombre no pronunció una sola palabra durante un eterno minuto. Bajó la cabeza y comenzó a respirar profundo.
—Espérenme afuera mientras cierro.
Al salir las mujeres fueron rociadas y quemadas con gasoil. Gritaron tan fuerte como para atormentar a un sordo. 

—Cuando salí de la cantina un «recogelatas» estaba completamente encendido en llamas y dos mujeres miraban la escena —dijo el barman de APOCALIPSIS en la televisión.

Viaje al encanto - Desde tres puntos de vistas

Era de noche. Ruth, Job y Aureliano no lo sabían. Ya no eran niños. Estaban los tres solos en aquel lugar después de viajar tantas horas desde su pequeño pueblo natal. Era un espacio en el cual nunca soñaron alguna vez trasladarse.
Aureliano se quejó de la luz brillante del transporte y buscaba la manera de apagarla. Antes de conseguir la solución a la incandescencia de dicha iluminación, empezó a sentir la mano de Ruth transpirando mientras sujetaba la suya. Para él era obvio que estaba atemorizada. Él intentó no expresar nerviosismo ni siquiera ansiedad, solo quería demostrar su valor y confianza, aunque nunca había viajado de esta manera.
Aureliano pidió a Job si podía pasar adelante y verificar cómo disminuir el brillo de aquella irradiación. El viaje fue lento, casi con renuencia. Al final se veía una pequeña luz escarlata, meta a la que debían acercarse pronto.
Ruth intensificó la fuerza con que apretaba la mano de Aureliano y a través de una mirada aletargada algo preguntó. Él  solo devolvió la mirada y asintió con un gesto.
Aureliano observaba como Job seguía entretenido buscando la manera de disminuir la iluminación.
Como Ruth no soltaba desde hace rato a Aureliano, este se llenó de valor para abrazarla por la cintura. Acercó cada vez más su cadera contra la de ella, hasta poder sentir su frágil cuerpo, el cual en segundos comenzó a temblar.
Se estaban acercando a la pequeña emisión escarlata. Job carraspeó para evitar que le fallará la voz mientras intentaba anunciar que ya estaban cerca de su objetivo.


Ruth durante toda la travesía se veía ansiosa o quizás arrepentida de haber tomado aquella decisión a última hora de viajar con ellos como la única chica del grupo.
Ella con su mirada parecía comunicar a Aureliano: ¡Ojala este traslado no se prolongue más! Pero él solo estaba preocupado por atenuar la luz que bañaba todo hasta encandilarlos.
Era tanto su nerviosismo, mientras apretaba la mano de Aureliano, que la suya empezó a transpirar.  Durante todo el desplazamiento, la  actitud de aquel era “aquí nada está pasando”. Se molestó tanto que estuvo a punto de gritarle algo pero justo en ese momento él pidió ayuda a Job para que pasará adelante y atenuara el brillo de la luz.
La pesada travesía empezó a desesperar a Ruth. La pequeña luz escarlata, destino al que pronto debían acercarse, se veía todavía lejos para ella.
Ruth estrechó tan fuerte la mano de Aureliano que si algún momento este se quejaba, no sería sorpresa para ella. Lo miró fijo a los ojos y  preguntó: “¿Estás seguro a dónde vamos?”. La simple respuesta de él asentir solo con un gesto de cabeza le repugnó.
Ella contemplaba a Job en su frustrado intento de atenuar el resplandor de aquella luz que tenía a todos cegados, pero para su desgracia creía que en algún momento lo único que conseguiría era apagarla.
De repente Ruth empezó a notar como el muy atrevido de Aureliano la tomó por la cintura y comenzó a apretarla contra él. Deseó retornar a casa y no volver a verlo por el resto de su existencia.
Ruth cambió de parecer cuando Job carraspeó fuerte para anunciar que estaban acercándose a su destino. 


Job estaba entretenido viendo cómo se acercaban cada vez más a su destino.
Entró en trance mientras contemplaba aquella emisión hipnotizadora de color escarlata. Aureliano quebrantó su paz para ordenarle que buscara la manera de disminuir la incandescencia de la luz blanca.
Job empezó a notar tardíamente el forcejeo entre Ruth y Aureliano, pero estaba  tan entretenido buscando la manera de reducir la intensidad de la luminiscencia que nunca advirtió el conflicto entre sus compañeros de viaje.
Job estaba defraudado por no poder terminar con la tarea asignada por Aureliano.
Aturdido por el mutismo entre Ruth y Aureliano, quizás nerviosos por ser la primera vez que peregrinaban de esta manera, el traslado tan lento para llegar a su destino y la intensa irradiación de la luz que nunca logró atenuar, lo único que Job consiguió fue terminar frustrado.
Sintió una resequedad en su garganta y buscó entre sus cosas algo de beber.
De repente una voz omnipotente  y sin emoción pronunció tres frases.
–¡Piso 19. Gracias por elegir nuestro hotel El Encanto. Disfruten su estadía!

Efímero tropiezo


Solo tuvieron un breve encuentro amoroso, pero apenas notaron que más nunca se toparían, un gran desconsuelo los invadió.
Durante mucho tiempo él soñó con sus caricias, fantasías que a veces lograban serenar tanta pasión, tanto fuego que lo oprimía. Ella jamás dejó de sentir aquella transitoria calidez la cual necesitó siempre para calentarse del frío insoportable y así poder vivir el resto de su vida.
Ella en el firmamento tosió y enfermó amargamente por su terrible destino. Él, al oírla sufrir, pidió a Dios que la ayudara porque era frágil y no soportaba la soledad.
Vivieron separados por la eternidad. Él fingió ser feliz y ella no consiguió disimular su tristeza. Él ardía por ella. Esta vivía en las tinieblas de su añoranza, con breves lapsos de felicidad cuando conseguía estar llena y de desdicha cuando era menguante.
Ambos siguieron su trayectoria. Él solitario pero fuerte. Ella débil en las noches intolerables, acompañada de solo oscuridad y estrellas.
Uno y otro, al unísono, gritaron al cosmos palabras de desesperación.
—Quiero ser la poseedora de cada gemido, de cada palpitación de tu núcleo. Quiero ser la diosa de tu existencia, de tu entidad. Aquella que al despertar esté a tu lado abrazándote —clamó ella.
—Serás dueña de mi existencia, de mi corona, de mi masa y de todo momento que pienso y estás en él —gritó él.
Los hombres intentaron conquistarla, como si eso fuera posible. Algunos fueron incluso hasta ella, pero volvieron solos. Nadie logró seducirla, por más que lo trataron.
Sin embargo, hubo un efímero tropiezo en sus vidas. Él consiguió tenderse sobre ella y amarla, fue a ese transitorio acto de amor al que se bautizó con el nombre de Eclipse.

Primerizo


No recuerdo el número de intentos. Le di vueltas y vueltas. Casi terminé  desquiciado. Por diferentes motivos, todo maquinaba con el deseo de terminar aquella aflicción. En realidad, siempre volvía a aplazarlo para otra fecha.
Un día decidí cumplir lo planeado. No permití que el desánimo me venciera. Estaba sentenciado a hacerlo porque entre los muchachos de mi edad era algo corriente.
Durante aquel breve intervalo recordé: «no conozco a nadie que sucumbiera haciéndolo», pero en algún medio impreso leí: «Muerto en su primer intento». Tonterías, puras leyendas urbanas para acobardarme.
Ya cansado de meditar, me levanté con pasos firmes y fui al lavamanos. Apoyándome sobre el tazón dejé correr el agua hasta que saliera un poco caliente. El espejo empezó a empañarse, pero antes de perder el reflejo de mi imagen y quedar desfigurado, lo limpié con una toalla para solo empeorar las cosas.
Empecé a acariciar mi cara, la acción connotaba estima propia. No dejaba de observarme, mientras pasaba una y otra vez mis manos sobre mi semblante. De repente miré hacia un costado y vi un artefacto afilado. Este estuvo guardado un mes o quizás meses a la espera de aquel instante.
La hora había llegado. Inicié una pequeña ceremonia. Pinté un perfil de mi rostro con una poción fría al contacto y fuerte hedor a sándalo. El diseño no era una obra de arte y llevó su tiempo. No quité los ojos a cada detalle, como exigía el acto. Luego con decisión tomé el objeto cortante, lo contemplé por un momento, sin titubear lo puse contra mi cuello y con mucho cuidado lo deslicé suavemente.
–¡¡¡Por fin logré afeitarme!!! –grité y, como todo primerizo, me corté el labio superior.

¡¡¡Corten!!!

Perturbado por un grito quemó sus labios con un té. Tardó en ubicar el origen del sonido. Desde un apartado ventanal, ubicado entre varios edificios, avistó a un hombre corriendo detrás de una mujer.
El detective registró en una libreta, vieja y amarillenta, todo lo acontecido en el lugar de los hechos: “Hora 6:30 p.m. Un hombre adulto corre detrás de una joven mujer, con un objeto en la mano, el cual no logro identificar porque el domicilio está muy retirado desde mi posición. Él escapa de la vivienda. Al rato ingresan varios individuos limpiando la escena del crimen”.
Esperó un rato, pero nada más sucedió. Tomó su último trago de té frío. Vio televisión hasta quedarse dormido.
Madrugó y fue directo al balcón. En el sitio del homicidio notó que unas personas parecían mudar el mobiliario. Prendían y apagaban luces de alto vatiaje. Este ajetreo duró hasta caer la tarde. Un letargo envolvió al detective.
Despertó con el aullido ensordecedor de una dama. Todo se repitió igual que el día anterior, como si se tratara de un déjà vu: un hombre corre detrás de una mujer, en la misma locación y a la misma hora. Pero esta vez no quemó sus labios con el té. Decidió dirigirse adonde ocurría el incidente. Llegó rápido. Con todas sus fuerzas derribó la puerta. Antes de decir: «¡Nadie se mueva!», unas luces lo cegaron y una voz protestó:
―¡¡¡Corten!!! ¿Quién carajo dejo entrar a este sujeto al set de filmación?

¡Adios, regreso pronto!

El niño Joel despertó ansioso y más temprano de lo habitual. Su ropa, arreglada impecable, estaba  sobre el sofá de la sala. La ducha fue apresurada. El desayuno, más suculento que nunca.
Salió de casa con su madre. Al dar el primer paso hacia el exterior experimentó angustia. Notó como los carros aparcaban en las aceras y los peatones transitaban por la calle. Él intentaba caminar lento, aunque todo a su alrededor marchaba a una velocidad tan vertiginosa que tratar de acoplarse a aquel ritmo lo cansaba.
Durante el trayecto una interrogante lo atormentaba: “¿A dónde voy?” Esto hizo la caminata pesada. Detenerse a descansar era imprescindible, pero la progenitora lo obligaba a continuar el camino. El ambiente cambió de color a blanco y negro. Comenzó a marearse.
Llegó a un lugar lleno de mesas, sillas e imberbes. Alguien mayor ordenó a Joel sentarse. Él no entendió la orden. Hipnotizado por la voz caminó hasta el único puesto vacío. El tiempo paró. Perdió el sentido del oído. Una neblina cegó su visión.
―¡Adiós, regreso pronto! ―pronunció su representante mientras abandonaba el salón. Él apenas leyó los labios. Con la mirada intentó seguirla a través de un ventanal. Cuando pensó correr detrás de ella, la señora, que antes le había ordenado acomodarse, le preguntó:
―¿Cuál es tu nombre y cuántos años tienes? 
―¿A dónde fue mi...? ―preguntó Joel sollozando.
La cara de la señora arrancó a desfigurarse. El resto de los presentes empezaron a reírse de él, quien de pie y paralizado, dijo:
―¿Puedo ir al baño? ―Pero fue muy tarde pues su entrepierna ya estaba empapada.
Tenso en su sitio empezó a preguntarse si el “Adiós, regreso pronto” sería unos minutos o varias horas. O ese “regreso pronto” quizá significaba mañana o la próxima semana. O consistiría en una despedida para jamás volverse a ver.
La espera demoró más allá del mediodía. Cerca de él todos tenían rostros hostiles. Lo que hablaban o murmuraban semejaba lengua extranjera.
Joel con los brazos cruzados sobre la mesa apoyó su cabeza y probó dormir un rato, pero no lo consiguió por el alto volumen de las voces circundantes. Cuando empezaba a conciliar el sueño alguien tocó su hombro y le murmuró al oído:
―¡Ya puedes irte a casa!
Con sus ojos entre abiertos logró reconocer, cerca del ventanal, a quien lo había traído.  Corriendo salió del lugar en el cual nunca quiso estar para no volver.
         ―¿Cómo te fue? ―preguntó la madre. Él sin responder, y antes de celebrar el retorno al hogar, está le dijo: ―¡Mañana regresas de nuevo al colegio!