Treinta
y seis horas viajamos en tren desde Madrid hasta el puerto de Calais (Francia)
para poder cruzar a Dover (Londres). Inmigración francesa nos detuvo por no
poseer la visa de turista. Era el año mil novecientos noventa y dos. El
Eurotúnel sería inaugurado dos años más tarde.
En
Burdeos, frontera entre España y Francia, fue donde primero burlamos las
autoridades de inmigración sin haberlo planeado.
–Veo
pasar a un hombre con unos pasaportes en la mano – comenté a mi novia (venezolana
británica) mientras observaba desde la ventana del tren.
–Seguro
pasan ahora por los nuestros, quédate tranquilo –me respondió con seguridad.
Era
medianoche. Después de continuar la marcha, una persona irrumpió de forma
violenta en nuestro camarote ubicado en los últimos vagones –idea de mi pareja para no compartir con los
demás pasajeros–. Al vernos tranquilos y descansando se retiró sin mediar palabras.
Era el mismo hombre de los pasaportes en
la mano.
En
Calais, inmigración dijo:
–No
podrán pasar a Londres porque viajaron por Francia sin visa.
–Te
agradezco te sientes allá y me dejes solucionar esto a mí –me lo dijo con tanta
autoridad que el señor de inmigración quedó sorprendido.
Me
senté a pocos metros (sobre las maletas) sin poder oír la conversación. Minutos
después regresó Verónica y me dijo:
–Estuvimos
a punto de ser devueltos a España.
–Pero…
¿Cómo lograste convérselo?
–¡Vámonos
rápido, el ferry está por zarpar! Ahora te cuento… –volvió a ordenar la jefa.
Abordamos
el ferry retrasado por causa de una fuerte tormenta en el canal.
–Al
señor le dije: «Estaremos de visita solo cinco días». Vio mi partida de
nacimiento británica y le conté: «Somos novios». También le mostré los pasajes
de regreso en avión Madrid – Caracas.
–¿Esa
fue toda tú explicación? –comenté casi molesto.
–Entre
otras cosas, reconocer nuestra ignorancia de necesitar visa aunque solo sea para
pasar por Francia.
Entre
nuestros planes estaba pernotar en París (en casa de unos amigos venezolanos) y
que de haber sucedido, inmigración no hubiera aceptado nuestras excusas.
En
la breve parada en Paris buscamos un lugar cerca para comer algo típico y nos llevamos
el «grato» recuerdo del cafetier burlándose de nosotros por no saber ordenar en
francés.
–¿No
deberíamos averiguar si hay un retraso y en cuál andén sale nuestro tren?
–pregunté con preocupación.
Mi
intuición no me falló. Teníamos que tomar un vagón del Métro para continuar desde
otra estación. Era un mediodía caluroso. El sudor con tufito a cocido gallego, durante el corto viaje
en el vagón, me dio náuseas. Llegamos a la estación y la siguiente escena fue
de película: ferrocarril en marcha y nosotros intentando alcanzarlo para
abordarlo.
El
ferry hasta Londres fue una pesadilla para ella y un parque de diversiones para
mí. El oleaje era tan fuerte en el canal de la Mancha que al pasear por los
pasillos podía experimentar esa sensación de casi caminar por las paredes. Durante
las tres horas de navegación (treinta y cinco minutos en Eurotunel), Verónica estuvo sentada
y no se levantó para comer ni para ir al baño.
–¡No
me parece ningún chiste, el barco casi naufraga y a ti te pareció divertido!
El
ferry aparcó como a las once de la noche. Era época de invierno.
–¿Podemos
tomar un taxi de los famosos Black Cabs? –pregunté como niño malcriado.
–¡Si
sale muy caro, no!
Una
señora británica nos esperaba en su casa. Tocamos el timbre hasta el cansancio
y nunca atendió. Verónica estaba a punto de una hipotermia. Se acostó en el
piso, cerca de un muro. Éste apenas era de la altura de su cuerpo, pero la
cubría del fuerte viento frio.
A
cien metros había un café abierto. No habíamos llegado cuando nos sorprendió un
anuncio, el cual golpeaba nuestros bolsillos, de un consumo mínimo por una taza
de chocolate y galletas.
No
recuerdo cuánto tiempo pasamos frente a la vitrina del local viéndonos sin
hablar y sin saber qué hacer. Para nuestra sorpresa salió una elegante bartender
invitándonos a tomar una taza de chocolate. Después de disfrutar las bebidas y Vero
recobrar su calor corporal, ella le preguntó a la joven si podía hacer una
llamada.
Al
rato apareció una señora en bata de dormir, con un carro como los Black Cabs. Se presentó y nos reclamó la hora
de llegada a su casa.
–¿Ustedes
están casados? –dijo nuestra «amable» anfitriona.
–No,
¿por qué? –le contesto mi Doña Bárbara
–Entonces…
Tú puedes quedarte en casa, pero él debe ir a dormir a un hotel.
–Pues
no me parece buena idea señora. He viajado junto a mi novio y los dos nos vamos
a un hotel.
–Entonces
no hay más nada que hablar. ¿Con cuánto dinero cuentan?
–Llévenos
a uno bueno, bonito y barato –dijo Vero.
El
hospedaje donde llegamos, cerca del Victoria Station, costaba 25 pounds diarios.
Abonamos por la noche y con un fuerte apretón de mano le dijimos adiós a la
Margaret Thatcher.
El
cuarto era horroroso. Las sabanas estaban rotas y el baño era una regadera con una puerta
corrediza hecha pedazos dentro de la misma habitación. Todo aquel ambiente de espanto
se trasformaba en una suite presidencial gracias a la calefacción. No acostamos
sin mediar una sola palabra.
Nos
levantamos muy temprano y buscamos dónde era el desayuno. Nos mandaron al
sótano. Al llegar nos topamos con un comedor atestado de negros. El ambiente
empezó a ponerse pesado y la mirada de Verónica me invitaba a salir del lugar.
Comimos
tostadas quemadas con mermelada, mantequilla y agua de café. Al sentarnos en
los únicos puestos separados, uno de los individuos golpeo la mesa y dijo algo como
en otro idioma. Le pregunté a Vero y me respondió en español:
–Están
molestos por nuestra presencia y quieren que nos larguemos.
–Terminamos
el desayuno y nos vamos –respondí también en español.
Esto
enfureció más al mismo personaje que golpeo la mesa. Luego del «nutritivo»
desayuno caminamos al cuarto. Durante el trayecto, una hilera de hombres pegados
a la pared nos seguían con sus miradas como panteras que acechan a su presa. Solo
Dios sabe por qué no fuimos agredidos. Recogimos todo y salimos calmados.
Conseguimos,
a cincuenta metros, un hotel donde la dueña y anfitriona era una hermosa
anciana. Nos recibió como sus nietos.
–¿De
dónde son? Parecen italianos…
El
cuarto era lo opuesto del anterior, con una pequeña variante, el baño quedaba al
bajar las escaleras y había que introducir monedas para bañarse con agua
caliente. Verónica siempre colocaba la moneda tarde y el agua fría me paralizaba
los músculos. El mal olor de la ropa (por la húmeda del ambiente londinense) se
había pegado a nuestros cuerpos. Y las duchas, cada vez menos frecuentes, nos integraban
cada vez más a la colonia europea.
La
primera mañana, la abuela nos llevó el desayuno al cuarto.
–Tomen
estas llaves. Entre y salgan cuando quieran. Por favor anden con cuidado y no
lleguen tarde. Luego me pagan… –fue el consejo de la anciana.
Ese
día llegamos por suerte al cambio de guardias en el Buckingham Palace sin
preguntar ni ver ningún mapa. Es una de las atracciones turísticas más
importantes de la ciudad. Ceremonia famosa, aunque algo aburrida.
Regresamos
al hotel, cancelamos la estadía y nos llevarnos el desagradable susto de haber
calculado mal nuestros gastos del viaje.
Contábamos con dinero para dos días. Un pound (libra esterlina) eran dos
dólares. Verónica llamó a Caracas a sus padres y le hicieron una transacción
a un amigo abogado venezolano.
Empezamos
a planear qué sitios visitar. Terminamos en una discusión acalorada, pues uno
de los planes era la opción suicida de casi dejar de comer para poder costear
las entradas. En Londres se debe pagar para ir a los baños públicos. Sale más barato
pedir la comida para llevar. Al final decidimos comer fast food en las plazas.
La
primera visita paga fue al museo de cera de Madame Tussauds.
Conocimos
Piccadilly Circus. Esperamos la noche, cuando las luces de neón hacen brillar
la zona convirtiéndola en un lugar aún más especial. Los skinhead estaban por
todos lados. Había grupos de música en cada rincón.
Otra
zona espectacular es el Metro. Su mapa está a la venta en postales como una
obra de arte. Para referirse a él, los londinenses utilizan la palabra Tube y,
en menor medida, Underground.
Una
tarde visitamos el Tower Bridge. Éste puente levadizo cruza el río Támesis. Luego
caminamos hasta el Big Ben, el famoso reloj de la Casas del Parlamento de
estilo gótico y que en realidad es una campana de catorce toneladas emplazada en
el interior de la torre. Cerca de ahí nos tomamos una foto en una cabina de
teléfono con su color rojo típico.
La
última entrada pagada fue para visitar The National Gallery. La innovación del
momento era la digitalización de todas las obras de arte y uno podía verlas en una
sala con computadoras, territorio donde pase un gran rato para que Verónica me reclamará:
–Si
ésta es tu manera de visitar un museo tan importante, comprar las entradas fue
un error entonces. –Paseamos y vimos todo lo que nuestro sentido de la vista
pudo contemplar en una mañana para terminar con el síndrome de Stendhal.
Un
día de regreso al hotel nos perdimos y llegamos a una avenida sin semáforos. Debajo
de un farol, esperando cuándo cruzar, un
carro se detuvo y segundos después los demás se detuvieron para darnos el paso.
¡Primer mundo!
Con
dinero únicamente para comer y el fin de nuestra breve estadía de «encanto»,
empezamos a discutir cómo regresar a Madrid. Visitamos varias agencias de viajes
para al final conseguir un vuelo en British Airways, con champan, caviar y el
capitán del vuelo platicando con nosotros y en tan solo dos horas de vuelo. ¡El
retorno fue lo mejor!