sábado, 16 de julio de 2016

¡Cédula sargento!

—¿Dónde había dejado las putas llaves? —preguntó Apascacio.
—Dígame su cédula, sargento Apascacio —dijo un detective.  
—No sé dónde las dejó ese pajúo —respondió Yetsenia.

Hipólito llegó temprano al banco y notó que un solo hombre estaba de guardia.  Pasó debajo de una puerta detectora de metales y  activó la alarma. Substrajo y colocó todo objeto metálico de su cuerpo y bolsillos dentro de una caja de plástico gris: reloj de pulsera, correa, collares, anillos, yesquero y unas llaves.  Mientras realizaba esta acción observó que solo tres taquillas de ocho funcionaban y la cola de gente casi salía a la calle.  El monitor de los números marcaba cero, cero, cuatro. Dejó sus cosas en la caja y corrió a tomar un ticket. Le tocó el ciento sesenta y siete.
—¡Estoy de suerte! —comentó al vigilante con ironía—. Los dos últimos números coinciden con el año que nací.
            Se puso de nuevo su reloj de pulsera. Deslizó suave su correa entre las trabillas. Los collares y anillos resbalaron por su cabeza y dedos sin esfuerzo. Encendió el yesquero para probar si tenía bencina y antes de guardarlo una mujer, detrás de él esperando pasar, le dijo:
—¡Amigo, puede apurarse!
Segundo después, entró un hombre, apuntó a la dama con un revolver Colt Python calibre 357 y ordenó a los presentes arrojarse al piso. Hipólito, aún de pie, fue derrumbado por el vigilante, quien molesto le dijo:
—¿Tú eres güevón o quieres que te quiebren?
La mujer seguía de rehén. El ladrón lanzó un morral en la cara de Hipólito y le dijo:
—Todos los celulares y billetes en este bolso. Y es pa hoy, becerro.
El raptor y sus dos prisioneros salieron a la calle sin llamar la atención.
—¿Dónde carajos pararon el carro? —preguntó la mujer.
            El vehículo estaba estacionado a la vuelta de la esquina. Al llegar, Hipólito arrojó el morral sobre el capó y, temblando, empezó a buscar las llaves en sus bolsillos.
—¡Bang! ¡Bang!
            La guardia acordonó la vía cerca del lugar del homicidio. En el banco, el vigilante recogió una caja gris con unas llaves en su interior.
—¡Epa tipo, no muevas nada! —gritó un comisario.

En el departamento de policía, el detective continuaba su interrogatorio.

—¡Su cédula, sargento Yetsenia!  

Acto final

Una voz, a través de los altavoces de un intercom, anunció que faltaban quince minutos para comenzar la función.
—¿Qué te pasa, Sara?
—Tengo miedo.
—¡No me jodas! Todo te va a salir bien.
—Pero… ¿y si en el acto final me falla la resistencia?
Mientras Ruta intentaba animar a su amiga tomó un buen trozo de cabello desde la coronilla y lo dividió en tres secciones iguales. En Sara la hilera de bombillos incandescentes, enmarcados en el espejo, amplificaban la dulzura de su bello rostro. El reflejo expresaba: «No quiero vivir una eternidad bajo el hechizo del fracaso».
—¿Te puedes quedar quieta? —dijo y jaló las crines de Sara con rudeza.
—¡Ay! —Sara no dejaba de verse en el espejo.
Tocaron a la puerta. Ruta fue a abrir. Sara terminó de peinarse sola y empezó a vestirse con un tutú blanco. Le fue difícil cerrar los gafetes del corpiño porque se encontraban en la espalda.
—¡Ruta, necesito llamar a alguien de sastrería!
Una cadencia de murmullos lujuriosos, entre Ruta y otra persona en el umbral de la puerta, disminuyó poco a poco hasta desvanecerse. Entró una mujer de servicio sin anunciarse justo cuando Sara empezaba a ponerse nerviosa por no recibir respuesta de su amiga.
—Soy Aleuzenev, pa servirle.
—…
—Así me bautizó mi madre, Venezuela al revés…
—Ruta, ¿a dónde fue?
—La señorita piró pa el excenario.
Bajo la mirada entrometida y grosera de la chica de mantenimiento, ella colgó un tutú negro en el closet. Luego acomodó su maquillaje sobre la peinadora.
Mija, ¿si quieres me dejas limpiá? —dijo Aleuzenev.
Espantada por la actitud grosera de la mujer, Sara salió y en la entrada del camarín chocó con Ruta que regresaba apresurada desde el fondo del pasillo. En el choque se le cayeron unas llaves a Ruta, Sara las recogió, pero ella se las arrebató con brusquedad y le preguntó:
—¿A dónde vas, Sara?
            Sara, sorprendida por el acto de violencia de su amiga, demoró en responderle.
—Corro a sastrería.
—¡Ok! Te espero en el camerino —Ruta tiró la puerta y el golpe retumbó en la cara de Sara.
Al llegar donde las costureras, Sara recibió una ovación en reconocimiento a sus años en la institución, pero sobre todo por ser una gran artista y buena persona. Ella expresó su gratitud con su cuerpo desarticulado en un «gran saludo» de bailarina: torso hacia delante, piernas cruzadas y rodillas levemente flexionadas.
—El corpiño tenemos que ajustarlo —dijo y apagó los aplausos en seco.
En un parpadeo de ojos se acercaron dos mujeres y la ayudaron a desvestirse. Situaron el vestido en una mesa, lo descosieron, se lo probaron y tomaron algunas medidas. Pocos zigzags fueron necesarios para ajustar el vestuario. Surgió de nuevo la voz en los altoparlantes:
—Este es nuestro segundo llamado cuando faltan diez minutos para comenzar.
Sara corrió a su camerino y lo halló cerrado. Buscó, por todo el teatro al vigilante que tenía las llaves. Al llegar al escenario vio que Ruta ensayaba los movimientos del acto final que ella interpretaría esa noche. Se impresionó por su ágil aletear de brazos y hermoso cuello encorvado. Parecía que flotaba en aquel vasto océano de la plataforma color gris.  
—Este es nuestro tercer llamado cuando faltan cinco minutos para comenzar.
Sara amagó con darles unas correcciones, pero interrumpir el ensayo del sublime cisne le pareció un crimen. De vuelta tropezó con el vigilante y le dijo:
—Necesito abrir mi camerino.
Él regresó a su puesto y no encontró las llaves en su sitio habitual. Llamó por el radio transmisor a otro compañero.
—Jorge, Jorge, ¿tienes las llaves del principal? —hizo varios intentos.
—Aleuzenev, …
—¿Quién?
—Aleuzenev me pidió dáselas a su pana Ruta —confirmó su respuesta—. Estoy en un baño en el sótano y… —Se interrumpió la señal.
—Por favor, todos los bailarines dirigirse al escenario. La función está por comenzar.
La voz en staccato fue de mayor intensidad.
Sara, aún frente a la puerta cerrada, arrancó en un llanto silencioso. Ruta apareció y mientras se acercaba le dijo:
—¿Por qué no estás lista?
—Hoy no es mi día —dijo al fin Sara desconsolada—. Prepárate para bailar.
—¿Cómo es la vaina?  Yo no estoy preparada…
Hace rato te vi ensayando y tu ejecución fue...
Sara se desplomó al piso.
—¿Hablamos con el director para que atrase la función? —preguntó Ruta fingiendo preocupación.
—¡¡¡Coño!!! Ve a cambiarte.
Sara se quitó de su cabeza una corona de hermosas plumas blancas y se las entregó a Ruta.
El personal técnico ignoraba el paradero del cisne principal. Durante la ejecución de los primeros acordes de la obertura del ballet, Ruta apareció ataviada con la corona de la princesa cisne y se colocó, en la posición de inicio, a esperar su entrada. Apareció el vigilante por detrás de ella y le preguntó:
—Disculpe, señorita Ruta, ¿usted tiene las llaves del camerino principal?
—Las tiene Aleuzenev —dijo con su voz entrecortada.
Media hora después, el vigilante entró a un baño y ubicó a su amigo a través del sonido de su voz en una radio: «Jorge, Jorge, responde». Estaba con la mujer de servicio.
—¡Aleuzenev, las llaves! dijo el vigilante.
El vigilante fue hasta el camerino de Sara, lo abrió y se retiró lánguidamente. Ella demoró en entrar.
El evento concluyó a las dos horas. Detrás del telón cerrado, Ruta afloró triunfal a saludar entre aplausos y un público de pie.

Sara esperó decepcionada dentro de su camerino, con gran paciencia, el acto final. 

domingo, 1 de mayo de 2016

El verano de Ignacio

–¡¡¡Ignacio!!! ¡Vaya a recoge el agua, carajo! –gritó la abuela.
Ignacio, trepado a una silla y frente a una ventana, giró hacia a la abuela con su «soldadito» firme presentando armas. Ella no sabía si regañarlo por la tarea incumplida o por la carpa que se armó solita por primera vez en él.
El muchacho reaccionó tarde y con las dos manos intentó recoger la carpa del campamento. Cayó de la silla sin sufrir daño alguno y agradeció al accidente la vuelta a la normalidad de su recién descubierto torbellino hormonal.
–¡Voy, voy, abuelita, voy, voy…!
Una sequía –extendida más allá de su tiempo– destruyó las paredes resecas de la casita de bahareque, lo que develó sus entrañas de cañas entretejidas y rellenas de paja. Por la falta de agua no podían hacer la mezcla de tierra y cagajón para suturar los huecos. En el diseño de su humilde interior tenía una espaciosa cocina de leña, un cuarto con dos camas, una sala pequeña y un baño. El techo era alto y de paja. En el patio trasero había un pozo de agua seco,  un corral y árboles de cují.
–Mijo, tiene que busca agua pa echanos un baño hoy, porque sapo sin agua no canta…
Temprano por la mañana, el nieto salió con un tobo sobre su «inteligencia». Realizó como cinco viajes hasta el pozo de agua subterráneo más cercano. Terminó casi al mediodía con un sol que derretía hasta su sombra. Él se bañó primero y casi gasta la porción de la abuela.
La noche llegó en cámara rápida y la Luna llena transformó cada espacio del rancho en un recital de luces y sombras. En la entrada de la casa, la abuela descansó en una mecedora de mimbre. Esta tenía puntos deshilachados sobre su posadera que desgarraron más de un viejo vestido.
Con mucho cuidado, Ignacio arrimó la silla cerca de la ventana. Un baño de plenilunio, sobre su rostro de inocencia inmaculada, fue lo único que encontró. Una brisa empolvada y nada refrescante desenfocaba su visión.  Por un buen rato contempló la soledad del patio vecino. Levitó al bajar de la silla para no despertar a la abuela. Ella amaneció en la mecedora.
La abuela Adila ya tenía el desayuno preparado: huevos revueltos, pan horneado y un vaso con leche de cabra. Ella tomó solo un vaso.
Ignacio despertó, fue directo a la ventana y la magia volvió a producirse en el patio trasero de sus vecinos que colindaba con el suyo.
–¿Hasta cuándo lo llamo pa que se venga a desayuná muchacho del carrizo? ¡Por los cuernos de la cabra que se está muriendo! –lo dijo con voz piadosa de confesión.
Él corrió hasta la cocina. Al llegar, la abuela manoteó su frente y lo jaló por un brazo para sentarlo a comer. Ignacio abrió el pan –todavía caliente– con las manos, lo relleno con el revoltillo y en cuatro bocados lo devoró. Para pasar la bola de comida –y no atarugarse– bebió la leche de un solo trago.  Voló hasta la ventana y aquella mañana oscureció frente a sus ojos. La soledad y la nada fue todo ante su contemplar.
–Por favor Ignacio, no vayas a tardá buscando el agua, la necesito pa lavá la ropa.
Esa mañana, durante el recorrido de regreso, reposó a la orilla del camino como a la espera de alguien. El agua del tobo terminó por evaporarse. Cuando llegó a su morada, la abuela empezó a golpearlo con el palo de la escoba con que barría la acera.
Ignacio corrió y corrió, pero el maná de tristeza que fluía de sus ojos detuvo su fuga. Una luz curvada en el horizonte dibujó la ilusión de una desfigurada mujer con seductoras líneas onduladas.  Mientras recuperaba el aliento y aclaraba su dolor, la bella ilusión empezó acercarse hasta su posición. Por un instante pensó ocultarse, pero corrió de regreso a casa.
–Muchacho el carrizo, ¿por qué ta tan pálido? ¿Tropezó con algún muerto?
–No abuela. Usted me va perdoná pero hoy no va habé agua.
–Mira coñito, usted le habla a su abuela así cuando llueva de pa arriba.
–Abuela no me vaya a pegá, porque me voy y no vuelvo más nunca.
Adila rompió la escoba en su cabeza.
Ignacio despertó al mediodía. La abuela había hecho su faena –buscar agua para los animales del corral– y además le preparó su almuerzo preferido: pisillo de chigüire, arroz, tajadas fritas de plátano maduro y queso.
–Abuelita espero me… –dijo sobándose el chichón.
–Mijo no se disculpe que empeora las cosas. Coma tranquilo –comentó mientras raspaba las ollas para comer algo ese día.
Era una tarde fresca e Ignacio retozó en la hamaca colgada en el patio hasta caer la noche.
Alguien tocó a la puerta –mientras la abuela estaba en sus quehaceres–  y preguntó por su nieto.
–¡¡¡Ignacio, despierta!!! ¡Alguien te busca muchacho el carrizo! –gritó desde la entrada de la casa, pero sin recibir respuesta.
–Disculpé usted, pero pa qué quiere hablar con mi nieto. ¿La molestó? ¿Le hizo algo…?
–¡No señora, para nada!
Adila fue a buscarlo y desde lejos le gritaba:
–¡Despierta muchacho, no seas tan grosero y atiende la visita!
–¡Abuela déjeme en paz! No quiero despertá –respondió con una sonrisa en la cara.
–¿Le digo entonces a la visita que se vaya?
–Abuela, ¿por qué grita si el ganao no es robao?
Ella quiso darle un jalón de oreja pero se encontró de nuevo con el bultico entrepiernas. La visita la siguió y le dijo:
–No lo despierte.
Ignacio se levantó de un solo salto al oír la dulce voz.
–¿Qué edad tienes? –dijo la visita casi riéndose.
–Once –dijo sonrosado el nieto.
–¡Pero si todavía eres un niño!

Esa noche llegó el invierno al pueblo. 

sábado, 9 de abril de 2016

¡El retorno fue lo mejor!

Treinta y seis horas viajamos en tren desde Madrid hasta el puerto de Calais (Francia) para poder cruzar a Dover (Londres). Inmigración francesa nos detuvo por no poseer la visa de turista. Era el año mil novecientos noventa y dos. El Eurotúnel sería inaugurado dos años más tarde.
En Burdeos, frontera entre España y Francia, fue donde primero burlamos las autoridades de inmigración sin haberlo planeado.
–Veo pasar a un hombre con unos pasaportes en la mano – comenté a mi novia (venezolana británica) mientras observaba desde la ventana del tren.
–Seguro pasan ahora por los nuestros, quédate tranquilo –me respondió con seguridad.
Era medianoche. Después de continuar la marcha, una persona irrumpió de forma violenta en nuestro camarote ubicado en los últimos vagones  –idea de mi pareja para no compartir con los demás pasajeros–. Al vernos tranquilos y descansando se retiró sin mediar palabras.  Era el mismo hombre de los pasaportes en la mano.
En Calais, inmigración dijo:
–No podrán pasar a Londres porque viajaron por Francia sin visa.
–Te agradezco te sientes allá y me dejes solucionar esto a mí –me lo dijo con tanta autoridad que el señor de inmigración quedó sorprendido.
Me senté a pocos metros (sobre las maletas) sin poder oír la conversación. Minutos después regresó Verónica y me dijo:
–Estuvimos a punto de ser devueltos a España.
–Pero… ¿Cómo lograste convérselo?
–¡Vámonos rápido, el ferry está por zarpar! Ahora te cuento… –volvió a ordenar la jefa.
Abordamos el ferry retrasado por causa de una fuerte tormenta en el canal.
–Al señor le dije: «Estaremos de visita solo cinco días». Vio mi partida de nacimiento británica y le conté: «Somos novios». También le mostré los pasajes de regreso en avión Madrid – Caracas.
–¿Esa fue toda tú explicación? –comenté casi molesto.
–Entre otras cosas, reconocer nuestra ignorancia de necesitar visa aunque solo sea para pasar por Francia.
Entre nuestros planes estaba pernotar en París (en casa de unos amigos venezolanos) y que de haber sucedido, inmigración no hubiera aceptado nuestras excusas.
En la breve parada en Paris buscamos un lugar cerca para comer algo típico y nos llevamos el «grato» recuerdo del cafetier burlándose de nosotros por no saber ordenar en francés.
–¿No deberíamos averiguar si hay un retraso y en cuál andén sale nuestro tren? –pregunté con preocupación.
Mi intuición no me falló. Teníamos que tomar un vagón del Métro para continuar desde otra estación. Era un mediodía caluroso. El sudor con tufito a cocido gallego, durante el corto viaje en el vagón, me dio náuseas. Llegamos a la estación y la siguiente escena fue de película: ferrocarril en marcha y nosotros intentando alcanzarlo para abordarlo.
El ferry hasta Londres fue una pesadilla para ella y un parque de diversiones para mí. El oleaje era tan fuerte en el canal de la Mancha que al pasear por los pasillos podía experimentar esa sensación de casi caminar por las paredes. Durante las tres horas de navegación (treinta y cinco minutos en Eurotunel), Verónica estuvo sentada y no se levantó para comer ni para ir al baño.
–¡No me parece ningún chiste, el barco casi naufraga y a ti te pareció divertido!
El ferry aparcó como a las once de la noche. Era época de invierno.
–¿Podemos tomar un taxi de los famosos Black Cabs? –pregunté como niño malcriado.
–¡Si sale muy caro, no!
Una señora británica nos esperaba en su casa. Tocamos el timbre hasta el cansancio y nunca atendió. Verónica estaba a punto de una hipotermia. Se acostó en el piso, cerca de un muro. Éste apenas era de la altura de su cuerpo, pero la cubría del fuerte viento frio.
A cien metros había un café abierto. No habíamos llegado cuando nos sorprendió un anuncio, el cual golpeaba nuestros  bolsillos, de un consumo mínimo por una taza de chocolate y galletas.
No recuerdo cuánto tiempo pasamos frente a la vitrina del local viéndonos sin hablar y sin saber qué hacer. Para nuestra sorpresa salió una elegante bartender invitándonos a tomar una taza de chocolate. Después de disfrutar las bebidas y Vero recobrar su calor corporal, ella le preguntó a la joven si podía hacer una llamada.
Al rato apareció una señora en bata de dormir, con un carro como los  Black Cabs. Se presentó y nos reclamó la hora de llegada a su casa.
–¿Ustedes están casados? –dijo nuestra «amable» anfitriona.
–No, ¿por qué? –le contesto mi Doña Bárbara
–Entonces… Tú puedes quedarte en casa, pero él debe ir a dormir a un hotel.
–Pues no me parece buena idea señora. He viajado junto a mi novio y los dos nos vamos a un hotel.
–Entonces no hay más nada que hablar. ¿Con cuánto dinero cuentan?
–Llévenos a uno bueno, bonito y barato –dijo Vero.
El hospedaje donde llegamos, cerca del Victoria Station, costaba 25 pounds diarios. Abonamos por la noche y con un fuerte apretón de mano le dijimos adiós a la Margaret Thatcher.
El cuarto era horroroso. Las sabanas estaban rotas y  el baño era una regadera con una puerta corrediza hecha pedazos dentro de la misma habitación. Todo aquel ambiente de espanto se trasformaba en una suite presidencial gracias a la calefacción. No acostamos sin mediar una sola palabra.
Nos levantamos muy temprano y buscamos dónde era el desayuno. Nos mandaron al sótano. Al llegar nos topamos con un comedor atestado de negros. El ambiente empezó a ponerse pesado y la mirada de Verónica me invitaba a salir del lugar.
Comimos tostadas quemadas con mermelada, mantequilla y agua de café. Al sentarnos en los únicos puestos separados, uno de los individuos golpeo la mesa y dijo algo como en otro idioma. Le pregunté a Vero y me respondió en español:
–Están molestos por nuestra presencia y quieren que nos larguemos.
–Terminamos el desayuno y nos vamos –respondí también en español.
Esto enfureció más al mismo personaje que golpeo la mesa. Luego del «nutritivo» desayuno caminamos al cuarto. Durante el trayecto, una hilera de hombres pegados a la pared nos seguían con sus miradas como panteras que acechan a su presa. Solo Dios sabe por qué no fuimos agredidos. Recogimos todo y salimos calmados.
Conseguimos, a cincuenta metros, un hotel donde la dueña y anfitriona era una hermosa anciana. Nos recibió como sus nietos.
–¿De dónde son? Parecen italianos…
El cuarto era lo opuesto del anterior, con una pequeña variante, el baño quedaba al bajar las escaleras y había que introducir monedas para bañarse con agua caliente. Verónica siempre colocaba la moneda tarde y el agua fría me paralizaba los músculos. El mal olor de la ropa (por la húmeda del ambiente londinense) se había pegado a nuestros cuerpos. Y las duchas, cada vez menos frecuentes, nos integraban cada vez más a la colonia europea.
La primera mañana, la abuela nos llevó el desayuno al cuarto.
–Tomen estas llaves. Entre y salgan cuando quieran. Por favor anden con cuidado y no lleguen tarde. Luego me pagan… –fue el consejo de la anciana.
Ese día llegamos por suerte al cambio de guardias en el Buckingham Palace sin preguntar ni ver ningún mapa. Es una de las atracciones turísticas más importantes de la ciudad. Ceremonia famosa, aunque algo aburrida.
Regresamos al hotel, cancelamos la estadía y nos llevarnos el desagradable susto de haber calculado  mal nuestros gastos del viaje. Contábamos con dinero para dos días. Un pound (libra esterlina) eran dos dólares. Verónica llamó a Caracas a sus padres y le hicieron una transacción a  un amigo abogado venezolano.
Empezamos a planear qué sitios visitar. Terminamos en una discusión acalorada, pues uno de los planes era la opción suicida de casi dejar de comer para poder costear las entradas. En Londres se debe pagar para ir a los baños públicos. Sale más barato pedir la comida para llevar. Al final decidimos comer fast food en las plazas.
La primera visita paga fue al museo de cera de Madame Tussauds.
Conocimos Piccadilly Circus. Esperamos la noche, cuando las luces de neón hacen brillar la zona convirtiéndola en un lugar aún más especial. Los skinhead estaban por todos lados. Había grupos de música en cada rincón.
Otra zona espectacular es el Metro. Su mapa está a la venta en postales como una obra de arte. Para referirse a él, los londinenses utilizan la palabra Tube y, en menor medida, Underground.
Una tarde visitamos el Tower Bridge. Éste puente levadizo cruza el río Támesis. Luego caminamos hasta el Big Ben, el famoso reloj de la Casas del Parlamento de estilo gótico y que en realidad es una campana de catorce toneladas emplazada en el interior de la torre. Cerca de ahí nos tomamos una foto en una cabina de teléfono con su color rojo típico.
La última entrada pagada fue para visitar The National Gallery. La innovación del momento era la digitalización de todas las obras de arte y uno podía verlas en una sala con computadoras, territorio donde pase un gran rato para que Verónica me reclamará:
–Si ésta es tu manera de visitar un museo tan importante, comprar las entradas fue un error entonces. –Paseamos y vimos todo lo que nuestro sentido de la vista pudo contemplar en una mañana para terminar con el síndrome de Stendhal.
Un día de regreso al hotel nos perdimos y llegamos a una avenida sin semáforos. Debajo de un farol, esperando cuándo cruzar,  un carro se detuvo y segundos después los demás se detuvieron para darnos el paso. ¡Primer mundo!

Con dinero únicamente para comer y el fin de nuestra breve estadía de «encanto», empezamos a discutir cómo regresar a Madrid. Visitamos varias agencias de viajes para al final conseguir un vuelo en British Airways, con champan, caviar y el capitán del vuelo platicando con nosotros y en tan solo dos horas de vuelo. ¡El retorno fue lo mejor! 

sábado, 26 de marzo de 2016

Mis manos

El reloj de cuerda, sobre la mesa de noche caoba, repiqueteó a las seis de la mañana. Con  los ojos cerrados y la mano menos dominante, empecé a tocar el botón para detener el golpeteo de las campanillas. Después de varios intentos fallidos, abrí mis ojos y lo agarré con la diestra para estrellarlo contra la pared, pero recordé lo difícil que fue  conseguir uno tan barato en el mercado de los corotos donde he obtenido toda mi colección de antigüedades.
Corrí a darme una ducha cuando me percaté de que no estaba encendido el calentador. Aproveché para leer las noticias en los periódicos digitales y me topé con una entrevista a Alfonso Reyes con el título: “¿Las manos son menos importantes que el cerebro o el corazón? El entrevistado empezó su charla con unos textos de su cuento “La mano del comandante Aranda”: “La mano, metáfora viviente, multiplica y extiende el ámbito del hombre. Los demás sentidos se conforman con la pasividad; el sentido manual experimenta y añade, edifica un orden humano”.
La rutina de una mañana cualquiera fue la total intervención de mis manos. Si hasta ahora no lo había notaba, todo lo ocurrido desde detener el reloj hasta encender el calentador, evolucionó a merced del servicio de ellas y el resto de mi cuerpo y mis sentidos se conformaron con la inacción de dejar el trabajo al tacto.
Dejé de leer la entrevista y me dediqué a contemplarlas.
La piel que las cubre es muy diferente a la del resto de mi cuerpo y cuando voy a la playa nunca se broncean. Mis  huellas dactilares son únicas. Tengo varias lesiones, accidentes que al parecer son los más comunes en los trabajos manuales. Gesticulo mucho con las manos al hablar. Me es imposible mover un solo dedo a la vez.
Todo lo dicen y nada callan. Acaricio y toco lo que quiero explorar. Soy adicto al tacto. Puedo reconocer si son suaves o ásperas a través del otro. Con ellas levanto y sostengo. Nunca les doy descanso y nunca escribo nada sobre ellas. Recuerdo mi primera vez en la intimidad cuando con la dominante sobrevoló mi inocencia.
Si me ataran las manos quedaría mudo. Si vendara mis ojos podría guiarme con las manos pero sin ellas como sería repetir el evento de esta mañana:
“Sonó la alarma de mi reloj y lo pateé con mi pie derecho porque no logré tocar el botón…”
El agua ya estaba caliente. Durante la ducha observé cuánto y cuándo las utilizaba. Vistiéndome,  pensé no usarlas  pero el temor de vivir semejante experiencia me lo impidió hasta quedar paralizado por unos segundos. Camino al trabajo puse toda mi atención en lo que tocaba.

 Las manos desempeñan una gran variedad de funciones en nuestras vidas: palpar, empuñar, manipular, acariciar,  sentir, sujetar, etc. Son vitales pues definen quiénes somos y cómo nos vemos a nosotros mismos. El espacio físico en la que las batimos, su campo de movimiento, es superior a nuestro espacio trascendente. 

domingo, 13 de marzo de 2016

¡Mañana me retiro!

La tarde de un sábado tropecé con un amigo bailarín (cincuentón) en el Teatro Teresa Carreño. Concluyó confesándome no querer seguir bailando y retirarse no era una opción, pues no aprendió otra cosa sino bailar. La compañía Ballet Teresa Carreño, donde ha trabajado desde el año mil novecientos noventa y dos, no tiene un plan de jubilación temprana para su retiro digno. La «seguridad» económica no quiere perderla. Pregunté si podía visitarlo algún día en su trabajo para seguir hablando sobre el tema. Después de mi insistencia fatigosa accedió.
Nos reunimos un viernes a las nueve de la mañana. Llegó vestido con una ropa ajustada al cuerpo y me  invitó a tomar un café. No expresó una sola palabra hasta el primer sorbo.
–Si me preguntas por qué elegí bailar y no otra profesión, sería deshonesto inventar una historia a estas alturas de mi carrera.
–¿Qué bailarín latinoamericano admiras? –pregunté sin dudar.
–El argentino Julio Boca que se retiró a los  cuarenta  y cinco años –respondió seguro.
Para mantener el anonimato de mi amigo venezolano, lo bautizaré con  el nombre de Julio.
El día comenzó con un ritual de calentamiento dentro de un salón rodeado de espejos y  barras de madera. En éstas se apoyaban cuarenta y cinco bailarines repitiendo pasos dictados por una joven maestra y acompañados por un pianista ejecutando tempos bien marcados. El piso era de madera cubierta por un linóleo blanco curtido. 
Observé en Julio cierta dificultad para ejecutar los pasos y también seguir el tempo que marcaba la música. No terminó el calentamiento, que duró una hora y media.
–La clase de ballet es lo que más me gustaba hacer cuando era joven, ahora solo termino la barra –confesó en tono triste.
La clase está divida en ejercicios apoyados a una barra y un centro donde todos bailan frente a un espejo en grupos divididos de hombres y mujeres.
El país no cuenta con un sistema nacional de escuelas que formen bailarines integrales y profesionales en la danza académica o clásica. Las pocas activas no tienen un régimen estricto para la selección. Algunas aptitudes requeridas para empezar el difícil arte de danzar son: elasticidad, plasticidad, velocidad, resistencia, fuerza, ritmo, altura, peso adecuado, delgadez y líneas exclusivamente estilizadas y alargadas. Juntas forman la estética y belleza de un bailarín clásico.
La edad de un niño, para iniciar sus estudios, es a los ocho años –previa audición– y debe cursar nueve niveles (un nivel por año) para graduarse.
Cualquier limitación en la anatomía, fisiología y destreza motora en general pueden conducir al fracaso profesional.
–Recuerdo cuando me inicié a los dieciséis años sin decirle nada a mis padres porque existía el prejuicio: «Ser bailarín no es para hombres…» –dirigió su mirada al piso mientras seguía contando sus inicios en el ballet.
A la hora del almuerzo aproveché para compartir con algunos bailarines. Me comentaron lo difícil que era llegar a la edad de Julio y seguir bailando. Discutieron sobre quién de los varones tenía la resistencia y fuerza de él, llegando a la conclusión de que ninguno, aun cuando ha perdido algo de tonicidad y ligereza en la ejecución de los movimientos, lo cual revela su edad.
–Julio transmite seguridad a las bailarinas en las cargadas de alto riesgo, lástima que algún día tenga que retirarse. Los varones jóvenes ya no quieren practicar cargadas con nosotras –dijo una hermosa bailarina de veinte dos años.
Mi amigo almorzó solo. La proporción de los alimentos era mínima porque tenía una dieta especial para mantener su peso. Masticaba cada bocado lentamente. Tenía una hora para almorzar y volver a la sala para continuar los ensayos.
–Julio siempre fue un ejemplo para los varones de esta compañía –me comentó la maestra antes de comenzar el ensayo en el mismo salón donde fue el calentamiento aquella mañana.
Las opciones de trabajo que tiene un bailarín, al final de su carrera, son: dedicarse a formar las nuevas generaciones o crear coreografías para alguna compañía. Actualmente el país cuenta con una sola compañía profesional y es el Ballet Teresa Carreño.
Para ser maestro tiene que obtener el título de Licenciado en Docencia Clásica en UNEARTE (Universidad Nacional Experimental de las Artes). Julio piensa que el pensum de estudio no está completo. La oferta laboral es baja y mal remunerada.
Él vive alquilado en una habitación desde que llegó de la provincia y nunca ha pasado por su cabeza la compra de un apartamento porque su mensualidad es de veinte y cinco dólares y el costo de uno pequeño esta alrededor de los setenta mil dólares.
–Cuando me retire, pienso volver a mi ciudad natal – balbuceó.
–Una lesión en este momento de mi carrera sería fatal aunque podría ayudar para retirarme por incapacidad –comentó como si no quisiera que sucediera.
Durante la última hora noté que no dejaba de mirar un reloj ubicado en lo más alto de la entrada. Cada pausa, mientras la maestra dictaba algunas correcciones, Julio miraba el reloj por lo menos cada diez minutos. Era casi exacto y hasta dudé en la precisión de mi observación. Terminó el ensayo a las cinco de la tarde.
Julio se quedó tirado en el piso. Todos los bailarines salieron alegres y en estampida del salón. Al quedarnos solos,  me dijo:
–¡Mañana me retiro!

En Venezuela existe una gran dificultad para encontrar bailarines profesionales  bien formados en la danza clásica. En el caso particular de los hombres que empiezan tarde, sin tener el perfil físico, técnico y artístico, terminan por retirarse a una edad avanzada con una acumulación de experiencias agridulces ­–más agrias que dulces como diría Julio– durante toda su vida activa como artistas del ballet clásico. Ser bailarín es un estilo de vida muy sacrificado para una profesión tan corta y exigente.