sábado, 15 de diciembre de 2018

«El niño Jesús es...»

Todos los años, la abuela me buscaba para celebrar las fiestas navideñas, y el Año Nuevo, con mi padre. El viaje duraba casi seis horas. La carretera, de doble vía, era muy angosta. El autobús realizaba dos paradas. Ir al baño me aterrorizaba, porque pensaba que el chófer partiría sin nosotros.
Anhelaba llegar pronto a la ciudad natal, aun cuando mi padre no exteriorizaba mucho cariño. No me atendía hasta cerrar la casa-taller de electromecánica de carros. Apenas él partía a su hogar, sentía más libertad para hacer las cosas. Yo tenía mi propio cuarto y una bicicleta.
La tradición: reunir a toda la familia y preparar las hallacas. La abuela cocinaba como los dioses. El guiso de ella no lo superó ninguno de sus nietos. Montar el nacimiento era más importante que el árbol de navidad. Cada uno de los primos quería colocar algo en el pesebre. Yo acostumbraba a poner una oveja que nunca permanecía de pie.
La abuela servía desayunos homéricos: caraotas fritas con queso y azúcar, suero, arepas, huevos revueltos y, para beber, café con leche. Esa primera mañana, al despertarme, sus palabras fueron como una dulce sinfonía:
—¡Holgazán hasta cuándo va a dormí! Vamos a desayuná y luego a escribir la carta al niño Dios.
Garabatear, ningún problema. Lo difícil: confesar cómo me había comportado. Las faltas más graves no haber mentido ni dicho groserías. Aprobada mi conducta, solo podía pedir un regalo.
Entre todos los primos existía uno «especial». Vivía en el taller. Trabajaba con mi padre, considerado un honor en el seno de la familia. Él era mayor.
—Tan grandote y no sabes quién es el niño Jesús —dijo mi primo mientras escribía la carta.
No recuerdo que le respondí. Sé que continué con el escrito. Anoté: «quielo una “químika”». Esta caja contenía: tubos de ensayos, vasos precipitados, mecheros de alcohol, pinzas, ... Pasé varios diciembres pidiéndola. ¿Por qué un solo presente?, porque mi cumpleaños lo celebrábamos un día después de Reyes. Deseaba un cuatro.
—¿Quién es el niño Jesús? —pregunté a mi primo.
—¡No te lo voy a decir, léro-léro!
Temprano salí a visitar a las amistades del barrio. Todas las noches cuadrábamos para patinar en una plaza ubicada justo enfrente de la casa-taller.
Llegué a la hora del almuerzo. Mi padre siempre llegaba de último. La abuela lo apuraba y él irritado obedecía.
—Empiecen a comer que se enfría la comida —dijo él molesto.
Terminé de tragar el último bocado y solicité permiso para salir con la bicicleta a la plaza. Mi primo me acompañó por órdenes de mi padre. Aquel susurró a mis oídos:
—Y todavía no sabes quién es el niño Jesús.
Di varias vueltas. Él estuvo sentado en un banco. Decidido, paré delante de él y le dije:
—Primo, ¿de verdad tú sabes quién es el niño Jesús?
—Mira gafo, el niño Jesús es...
Mi abuela me gritó:
—¡Venga a despedirse de su papá!
Lo alcancé y le pregunté si sabía quién era el niño Jesús. Dio media vuelta y partió sin la bendición.
Después de cenar nos acostamos a ver televisión. Mi primo pretendía salir, pero no quería llevarme. Yo insistí hasta que cedió. De camino al apartamento de su pareja, le supliqué me librará del dilema que sembró en mí. La única pista que me soltó fue que era un pariente. No vacilé y le dije:
—El niño Jesús es... mi padre.
Mientras los novios empezaron ahogarse en sus babas, mi ser, ensimismado, anhelaba que la anterior deducción estuviera equivocada.
—Mi amor, pa cuándo mi sorpresa —preguntó la novia.
El día siguiente, no sé cómo mi padre averiguó de que yo sabía todo. Enfadado, ordenó a mi abuela darme los dos obsequios de una vez. Faltaban pocos días para el nacimiento y un montón para mi cumpleaños. De inmediato empecé a jugar con mi «químika». El cuatro ni lo toqué. Mi padre sabía qué regalos pediría, porque la abuela averiguaba antes de buscarme.
—Por favor, ¿emprestame el cuatro pa esta noche? —suplicó mi primo.
—Esta noche, ¡usted no va salí pa ningún lao, muchacho el carajo! —dijo la abuela—. ¡¿Cómo se le ocurre acabá con la navidad del niño?!
—¡¡¡Abuelita!!! —dijo mi primo. Y al no cumplir la promesa de llevarle una serenata a la enamorada, esta terminó con él.

Por cierto, ella me hizo hombre.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Esteban

Mediodía, hora de las sombras no prolongadas. Un día antes de carnavales, tres cortos timbres anunciaron la salida de un instituto educativo. Una enfermera llegó hasta un chico, llamado Esteban, que salió armando un jaleo con unos compañeros de clase.
—Hijo, recuerda que hoy tienes tu última clase de recuperación—. Después, ella habló con su hermana gemela, profesora del instituto, que estaba cerca de la entrada—: ¿Todavía quieres usar mi uniforme de enfermera para disfrazarte?
—¡Por supuesto que sí, hermana! —dijo la profesora  y se retiraron juntas.
Estacionada frente al instituto, Dayna, una elegante mujer de mediana edad, escuchaba la radio: «En el mes de mayo eliminan tres ceros a la moneda nacional». Apareció Esteban, abrió la puerta del copiloto y, sin entrar, dijo:
—¡Hola! Hoy no puedo ir—. Dayna, llena de odio e ira, se alejó del lugar. Él y sus amigos continuaron con el alboroto. De pronto, uno de ellos, famélico y desgarbado, alejó a Esteban del lugar.
El calor, de la estación seca, golpeaba con más vigor que nunca. Dayna regresó hasta el colegio. Al llegar, la profesora, disfrazada de enfermera, la abordó.
—Yo también voy a disfrazarme de enfermera. ¿Has visto a Esteban? —preguntó Dayna.
— ¡Nooo amiga! Ten cuidado con mi sobrino…, te va a meter en problemas —dijo la profesora y desapareció.
Después de una larga espera, Dayna aprovechó para disfrazarse de enfermera dentro del auto. Al rato, de la nada, emergió el estudiante famélico y desgarbado al lado de ella.
—¡Pégate p’allá vieja! Esto es un atraco.
Molesta, más por lo de vieja que por el robo, regresó a casa en el Metro.
Viendo televisión encontró a Esteban acostado en el sofá.
—Dime la verdad. ¿Dónde carajo estabas?
—Pero mami no te arreches...
—¡¡¡No me digas mami!!!
Ella, sentada sobre sus piernas, comenzó a besar su frente, su cuello y por último sus labios hasta morderlos suavemente.
Sonó el teléfono de Esteban. Era un mensaje. Ella le arrebató el celular y cuando empezó a leer: «¡Qué lo qué, lacra! Tengo la nave de tu sexy-profe…», él sacó un revolver.
—¿Cuánto vas a cobrar? —preguntó Dayna.
—…
—Eres un...
Dayna amagó con arrojarle un cenicero, pero se retractó por tener el arma tan cerca del rostro. Ella decidió tomar distancia y, a la velocidad de un ilusionista, con la mano izquierda apartó el cañón de su rostro, y con la otra cogió sus testículos. Así recuperó el revólver. Después de maldecirse e insultarse mutuamente por unos minutos, Dayna amenazó a Esteban para que llamara a su cómplice.
—Háblame rata, ¿qué hay?
—Aquí engorilao, porque la cuaima leyó tu mensaje y tuve que neutralizarla.
—¡Vergaaa!, ¿y… ahora?... Voy p’allá perro.
—Si va—. Colgó y acto seguido Dayna—: ¡PUM!
Aturdido, por el golpe, oyó cuando Dayna llamaba a su madre para que fuera a buscarlo. Cuando estaba por recuperarse, ella lo remató con otro golpe de la empuñadura del arma.
Al ocaso de la tarde, la temperatura refrescó un poco. Esteban despertó con jaqueca cuando oyó que tocaban a la puerta. Mareado, observó como Dayna sentaba sobre el retrete a una enfermera, que estaba atada de brazos y con una funda de almohada en la cabeza. Aquella posó el arma en la sien de esta, lo miró a él y se ocultó. Él recibió, en el umbral de la entrada, al ladrón.
—¡Que lo que mardito becerro! ¡¿Y tu sexy-profe?!
—En el baño.
—¡Mira mamaweva!, si me hechas paja la bicha va a cántate—. El ladrón entró, vio que era cierto y pasó a la cocina. Lavó sus manos. Buscó algo de comer. Por atiborrarse la boca con cereal empezó ahogarse. Esteban aprovechó para quitarle la pistola y, sin mediar palabras—: ¡BANG! ¡BANG!
Dayna, con medio cuerpo afuera del baño, dijo:
—Arroja el arma a mis pies maldito, sino mató a tu madre.
 Esteban obedeció. El ladrón murió por asfixia y no por las heridas de bala. Dayna retiró la funda y desató a la mujer. Era su tía la profesora.